Por Dominique Rodríguez Dalvard
“Es como si me hubiera liberado, fue algo rarísimo”. Lo dice Nohemí Pérez (Tibú, 1962), al referirse a su paso del dibujo a la escultura. Un paso al que estaba destinada a llegar y que tuvo su máxima expresión en Catatumbo, su más reciente trabajo presentado en NC-arte del 21 de marzo al 28 de abril de 2012. Allí, vertió siete toneladas de carbón en medio de la sala, y, sobre esa geografía desolada y oscura, esa suerte de medio mundo vegetal, se veían emerger algo más de 200 edificios tallados en ese mismo material —205, para ser exactos, como el número de países en el mundo—, inclinados, como sugiriendo una inminente caída. La imagen, iluminada delicadamente, reiteraba una escenografía de la decadencia, muy cercana al cine
De hecho le dio por nombre a la pieza el título de la película Tiempo de lobo, de Michael Haneke, quien, a su vez, hacía referencia a un mito germano que habla “del tiempo antes de la caída, del final, del Apocalipsis”, como lo explica la propia artista. Es ese, justamente, el momento al que ella quiere hacer referencia en este proyecto, ese momento del cambio, de la transición, del salto. Un lapso caótico, del que no se es del todo consciente como sociedad, y en el cual es posible perderse. Caer. Así, Pérez busca señalar esta caída, ese hoyo negro, representando a los íconos del capitalismo —los edificios de las más grandes corporaciones globales— al borde del colapso.
Es un tema que le inquieta. Desde hace mucho, muchísimo, aunque solo desde hace unos años le ha podido dar una forma más clara. Recuerda bien cuando llegó a la capital por primera vez. Era 1983, y la sintió como un lugar hostil, oscuro, por qué no, deshumanizado. Esa idea de ciudad se le imprimiría en la piel. Ese gris, la mugre, el polvo invasivo, edificios amenazantes, casi devorándose a sus habitantes, tan miedosos como acechantes, sobrevivientes. Ideas que saldrían luego, de alguna manera, en su obra.
Poco a poco. Inicialmente fue en Sin noticias de Dios (2005), una individual en la enorme sala de Alonso Garcés Galería, en donde les dio a enormes pinturas de perros callejeros la figura del aislamiento, de la crueldad de la ciudad, del abandono de los suyos. Ella, en realidad, quería referirse con estos animales al estado salvaje al que empuja la sociedad a algunos individuos, que, de repente, se ven protegiendo y defendiendo un territorio, imponiendo unas reglas, un código de guerra para vivir.
Sin embargo, rápidamente regresó la perspectiva de la ciudad a la primera plana de su memoria visual. En Noctámbula (2007), “me adentré en la ciudad, como la mole de cemento que te atrapa y te tiene como asfixiada”. El tema la mueve. Durante años se ha dedicado a registrar esa sensación de encierro, de vacío, los primero de enero en Bogotá. Tiene un archivo de decenas y decenas de fotografías en medio de un panorama insólito: una ciudad desolada. Ni un alma en sus calles, como si hubiera pasado una avalancha, como si quien camina por sus calles hubiera resucitado después de un desastre y se encontrara con un lugar abandonado a su suerte.
Y allí entra una suerte de comprobación. De su gusto, mejor fascinación, por el cine de ficción, por esa estética de “ciudades Gótica”, por ese alimento permanente que ha sido el cine para su obra. “Cuando ves la pintura, hay una exageración en la perspectiva, una referencia a las películas de ciencia ficción o al cómic, el claroscuro, en el tratamiento del color”, explica. Y es cierto. ¿Cómo no sentirse aludido por Metrópoli? ¿Por Blade Runner? “De pronto me di cuenta de que mi trabajo tenía eso… Siempre me ha gustado el cine, veo muchísimo —tiene, mal contadas, unas dos mil cintas—, y trabajaba en mi obra, pero no había pensado en la conexión inconsciente que se da. Después lo vi y empecé a trabajarlo de una forma más consciente. Cogiendo nombres de películas, por ejemplo, Urbania (2004) en el Museo de Arte Moderno de Cartagena; luego, Sin noticias de Dios (2005), El lugar sin límites (2005), Días de Babel (2009)… y esta también es la ciudad”.
Es posible que de Aleksandr Sokúrov, su descubrimiento más reciente salga, sin duda, una nueva inspiración para otro trabajo. “Acabo de ver Fausto y La madre y el hijo, y me tiene muy impresionada, por su atmósfera, y esa cosa pictórica que parece hecha por un artista plástico. Ves Fausto, esa cosa oscura, ese tenebrismo goyesco, de Rembrandt, es increíble”.
Se transforma. De ser una mujer tímida, silenciosa, mucho más observadora que conversadora, se exalta felizmente, se emociona pensando en todas esas escenas que la han marcado. En esas películas que ya hacen parte de su educación sentimental, como Muerte en Venecia, El amante o Un té en el Sahara. En esos directores que le resultan entrañables como Arturo Ripstein o Wong Kar-wai. Es imposible, así, no ligar su trabajo con estos referentes que le son fundamentales, como su gasolina. Y bueno, si nos detenemos en sus intereses de lectura, todo sigue como en un orden lógico. Su gusto por el profundamente doloroso Coetzee o la incisiva Doris Lessing. Y, de nuevo, el cine. ¿Cómo no relacionar el libro de Lessing El quinto hijo con la película ¿Tenemos que hablar de Kevin?, se pregunta y sigue, inquieta, por el recuerdo que le produjo Submarino… “No te la voy a contar, pero se trata de la vida de dos hermanos y cómo puede marcarte a ti lo que te toca vivir de niño, y así, cuando uno ve lo que nos toca vivir en Colombia y ves este tipo de películas uno se dice antes no estamos peor, no hay más asesinos y gente más enferma de la cabeza… es muy tenaz”.
En ese momento de aparente dispersión reaparece su norte. Clarísimo. Reflexiona sobre lo que significa vivir en Colombia, sobre lo inevitable que resulta no interesarse por lo que ocurra alrededor nuestro. Para ella, es claro que el mal nacional no son ni la coca, ni la guerrilla, sino, en su lugar y de una forma silenciosamente invasiva, un sistema económico que, imponiendo su modelo, nos obligará a ser siempre del Tercer Mundo.
Su manera de representarlo ha sido a través de los monumentos del poder de nuestro tiempo, que ya no son ni los palacios de las leyes, los partenones o las plazas públicas, sino las corporaciones financieras, los emporios del capitalismo simbolizados en erguidas torres intimidantes y a las que decidimos rendirles pleitesía. A las que los millonarios del planeta les invierten los millones del planeta para que, como en una competencia por la inmortalidad, se acerquen más y más al cielo.
De eso está constituida su obra. Del sentimiento inquietante que le produce este estado del mundo actual.
Y lo venía pensando desde Días de Babel (2009) y Babilonia (2010). Allí empezó su indagación sobre una caída del sistema a través de estas torres poderosas en el mundo. “Pensaba mucho en Dubái, donde estaban haciendo estos rascacielos enormes, y se me vino a la memoria el mito de la torre de Babel. Esa idea del hombre que intentaba alcanzar el cielo y lo que significa tener el cielo, la construcción de estas torres porque simplemente tenemos el dinero para hacerlo. Allí se está tratando de alcanzar el cielo pero, como en el mito, Dios llegó y les cambió los idiomas”. No permitió. Obstaculizó la vanidad humana. En esa exposición (en Galería Mundo), de dibujos al carbón y trazo abigarrado, ya se percibía ese sentimiento de oscuridad, de algo que está por cambiar.
Y siguió, inevitable, Babilonia. Allí, se le presentó por primera vez la tercera dimensión. Una imagen le bastó para resolverlo plásticamente. Los edificios emergen de la pared, se dijo. En efecto, de la gigantesca pared de Alonso Garcés Galería construyó un territorio del que nacían construcciones. Y colgaban. La caída estaba sugerida.
Por eso, Catatumbo (2012) resulta natural. Del grafito y el carbón de los dibujos anteriores, de la tridimensionalidad sugerida al recubrir con grafito unos primeros intentos de esculturas, el paso a la talla de carbón vegetal fue un acto consecuente. Se entiende, luego de repasar un proceso de años, esa liberación de la que hablaba al inicio. Esa expansión. El dibujo, que al final es el medio con el que piensa, adquirió otras posibilidades. La escultura, raspada hasta quedar reducida a polvo, se convierte entonces en el desmoronamiento de las minas de carbón artesanal de Colombia. En el lado oscuro de la locomotora minera que promueve el Gobierno como motor de desarrollo. Expuestas así, con sus nombres e identidad clara —Angelópolis, Barrancas, El Descanso—, como rezagos de una práctica que amenaza y somete al hombre, revelan ese fracaso del modelo económico en el que vivimos. Revela lo retorcido del sistema al tallar, como joyas de carbón, las piezas que el sudor, el miedo y la explotación producen.
El artista José Alejandro Restrepo, curador de la muestra con quien trabajó este proyecto más de tres meses, sintió que alguien, por fin, tocaba desde las artes plásticas un tema tan pertinente y peligroso como la minería. Lo describe agudamente en el texto que preparó para la inauguración: “Sostener una concepción teleológica en el progreso capitalista se basa en la fe (¿de carbonero?) en un futuro siempre promisorio y en la inconveniencia de mirar hacia atrás. ¿Por qué no mirar atrás? ¿Qué tipo de tiempo e historia son los que temen mirar atrás? ¿Por qué no frenar la locomotora y detenerse en los acontecimientos? ¿Por qué esa forma condescendiente de hablar de ‘la gente de a pie’? Como si por ir a pie uno se desplazara menos rápido. Vieja confusión entre velocidad y movimiento. Como si viajar en locomotora, en auto o en avión fuera una condición para ver más o para entender mejor la historia. ¿Por qué no pensar que la historia puede ir a lomo de burro, o sobre patas de paloma o, aún más lentamente, sobre placas tectónicas? Se les olvida a los maquinistas de las locomotoras que la historia, como decía Michel de Certeau, comienza a ras de piso…”.
Nohemí Pérez lo señala. No pretende cambiar el mundo, claro. Solo advierte con un trabajo poético y cargado de melancolía una realidad aplastante. Eso que tan certeramente mostró Hanecke y que ella cita y vive como “el tiempo antes de la caída, del final, del Apocalipsis”. Y si logramos reaccionar, como ella lo desearía, quizá podamos pasar a la siguiente etapa de nuestra historia.
“Buscaba más contundencia en el lenguaje”: Nohemí Pérez
¿Por qué tituló su exposición Catatumbo?
Porque nací en Tibú, que queda en Norte de Santander, justamente en la región del Catatumbo. Hubo una suma de casualidades: una situación familiar que me hizo regresar a mi pueblo y el proyecto de esta exposición. Hacía 15 años no regresaba y me impresionó. Me habían dicho que supuestamente estaba mejor, pero no lo sentí así. Cuando uno está al frente quizá no ve los cambios. Me conmovió mis fibras estar allí. Se hablaba de una mina de carbón y que su explotación era motivo de optimismo, pero, más allá de la riqueza para unos pocos, vi mucho desorden, las calles destruidas y un problema de desabastecimiento de alimentos muy fuerte porque la gente empezó a cultivar palma en la zona, así que se obligó a que se traigan de afuera, lo que los hace más costosos. Sumado a ello, en esta zona se encuentran todas las aristas que crean el conflicto en Colombia: contrabando, delincuencia común, guerrilla, paramilitares, minería y pobreza extrema. Quería reflexionar al respecto. No es un homenaje, pero sí busqué que la referencia a esta zona, históricamente tan marcada por la violencia, fuera por algo distinto, por el arte, si bien, de lo que se hablaba en el fondo era de un problema de violencia. Tengo un lazo con la zona y sentí que tenía una deuda con ella.
La región del Catatumbo tiene una pesada carga de violencia en su pasado reciente, ¿usted o su familia se vieron afectados por esta?
Mi familia tuvo que salir de la zona al inicio de los años noventa. Mi mamá se tuvo que venir a Bogotá porque, como vivían en la avenida central, eran sujeto de los enfrentamientos de unos y otros, así que se vivía con permanente zozobra. Sufríamos mucho por dos de mis hermanos, uno de ellos ingeniero y el otro, director del hospital. Varias veces la guerrilla lo retuvo para que rindiera cuentas y ambos tuvieron que salir del pueblo por amenazas. Se sentía mucha presión. Además, luego vino la toma del Catatumbo por los soldados de Mancuso que produjo una masacre que todos recordamos. La población estaba entre los dos grupos armados y fue una época de grandes desplazamientos, nosotros mismos lo vivimos. Hay muchas formas de ser desplazado.
¿Siente que los medios de comunicación hacen justicia con el tratamiento de la información que se hace de esta zona o quizá una obra de arte puede hablar más?
Lo que pasa con los medios de comunicación es que visibilizan un conflicto que tiene que verse, pero, por ser una zona con tantas aristas, lo que termina pasando es que se muestra tanto el conflicto que se olvidan los otros temas. Además, quienes viven en esa región terminan siendo estigmatizados. Se habla del Catatumbo y la inmediata referencia es la coca, cuando en realidad hay gente haciendo buenas cosas o, por otro lado, olvidamos la belleza natural de ese lugar, que es enorme.
¿Siente que tiene más autoridad para abordar este tipo de temas de violencia que otros artistas que no la han padecido directamente?
No me siento con autoridad, sino con el derecho de hablar de eso. La situación hizo que yo asumiera el tema y quizá que estuviera más conectada con él. Estos temas son delicados de abordar, porque estás trabajando con el dolor de la gente. Bajo estas circunstancias tienes que preguntarte muy bien hasta dónde vas a llegar, porque no se puede comercializar con el dolor. Y eso es verdaderamente un reto, porque en el mundo en el que vivimos todo se vuelve comercial.
Es el único de sus proyectos cuyo título no tiene una referencia al cine, ¿la realidad del Catatumbo superó cualquier idea de ficción?
Sí, aunque detrás de todas mis exposiciones hay una reflexión sobre el país, si bien está disfrazada en el marco de una película o una referencia externa.
Es cierto, sin embargo, al ver la puesta en escena, de nuevo, el recurso cinematográfico salta a la vista en la pieza principal, esa mole de carbón iluminada muy dramáticamente. Cuéntenos un poco cómo fue este proceso museográfico.
Cuando llego a una galería voy con la exposición pensada en mi cabeza, pero es cierto que el primer piso de NC-arte es un reto inmenso. Quería hacer una montaña muy grande y hablando con el curador de la muestra, José Alejandro Restrepo, le dije que me parecía que esta debía ir al fondo, con una luz muy precisa detrás, para generar la necesidad de acercarse. La idea era que hubiera en primer lugar una sombra muy grande que, con las luces, invitara a mirar el detalle de la obra. Originalmente pedí que se llevaran cinco toneladas de carbón mineral para hacer esa montaña, pero, al verlo en el espacio, no lograba el impacto buscado. Definitivamente quería una imagen de choque, pero quedé corta, como que no hablaba, le faltaba fuerza. Por eso, las dos toneladas de carbón adicionales. Allí sí siento que lo logramos. Ya con eso resuelto, vino el trabajo de iluminación. Los ingenieros me propusieron poner una serie de lámparas de mineros, pero yo tenía claro que no quería hacer un performance, sino una imagen visual muy contundente. Necesitaba un reflector que marcara una media luna, y allí aparece de nuevo mi guiño al cine, ¡casi es como la sombra dentro de la luna de ET!
Hablemos de la instalación de las obras del segundo piso, esa referencia directa a la situación de la minería en Colombia.
Cualquiera pensaría que, como artista, el reto está en la sala de abajo. Es una trampa de NC-arte, porque el reto está verdaderamente en el segundo piso. El peligro está en que lo que se monte allí se convierta en la tienda del primer piso. Con José Alejandro lo resolvimos de una manera más conceptual: en el primero se habló de la problemática de la economía mundial y en el segundo hacemos un zoom a Colombia, con nombres precisos de zonas colombianas . Y allí, en esos dibujos, se van cayendo los nombres en una alusión a la destrucción de la zona, tanto en términos económicos como ambientales.
¿Por alguna razón sintió esa necesidad de probar la tridimensionalidad?
Quería explorar otras dimensiones. No por salirme de las dos dimensiones pues no me choca la pared, sino que quise hacer escultura. Se me abrieron muchas puertas. Ahora es antes y después de ese momento. Es como si me hubiera liberado, fue algo rarísimo. Luego de la madera a la que le fijé el grafito, siguió la talla en carbón. La pieza que hice en Babilonia me sacó de la escultura como objeto. Es una pieza muy importante para lo que vendría en NC-arte. Se ha ido complejizando, se ha vuelto más concreto, más radical, habla con más fuerza. Buscaba más contundencia en el lenguaje.
¿Cómo hace la elección del medio en el que va a trabajar?
Las técnicas están ahí y el artista las elige de acuerdo con lo que quiera trabajar en el momento. No creo en el artista que es pintor o dibujante. Un artista es un artista y escoge los medios que necesite. Por eso me encanta Miguel Ángel Rojas, porque tiene una capacidad para transitar por las técnicas que es impresionante. La técnica no lo define a él.
¿Qué quería señalar con Catatumbo?
Quería hablar del sistema económico que está viviendo el mundo capitalista actual. Estamos en un momento en el que hay un cambio en los sistemas de producción, lo que genera un cambio en el sistema económico, exactamente como pasó con la Revolución Industrial, precisamente a través del carbón, la locomotora, el barco de vapor, la producción a escala. Hablo de un capitalismo salvaje a punto de colapsar. Los sistemas de producción actuales no van con el sistema económico actual, por eso la crisis en la bolsa, en Europa, el desempleo… cada vez se necesita menos mano de obra, y si es así, este sistema no nos conviene. Tenemos que inventarnos un sistema económico distinto para que exista un sistema de producción distinto.
¿Qué define usted como “el sistema”?
Para mí, el sistema es ese que muestra cómo se mueve todo, cómo se maneja, cómo se produce y cómo se distribuye. Y no es solo desde lo económico, son las normas morales, es el mundo occidental que permeó todo, incluso el mundo oriental. Así, no se legaliza la droga porque al primer mundo no le parece que legalicemos; estamos subyugados a ser los productores para la comunidad del primer mundo y eso no va a cambiar. Nosotros producimos la droga o la minería, pero si a esta supuesta locomotora minera no se le ponen unos límites, esto va a ser terrible. Tenemos un país rico en biodiversidad. Esa es nuestra riqueza, no el oro, no el carbón, es ese pulmón que tenemos en la parte del Amazonas que nos pertenece, es esa parte del Darién o del Chocó, son los pulmones que le dan el oxígeno al planeta. ¿Por qué tenemos que explotar todos estos recursos minerales? ¿Por qué en su lugar no empezamos a cobrarles a estos países que respiran nuestro aire? ¿Por qué tenemos que venderles nuestros recursos?
¿Usted llamaría lo que hace arte político?
Yo lo llamo más arte de resistencia, es más una posición de resistencia a eso.
¿Esa sería la función del arte, pararse ahí?
Pues por lo menos la mía. No sé si a todos los artistas les interesa, a algunos les interesará el amanecer y su belleza y eso es válido, no lo critico. Pero a mí sí me interesa como artista trabajar otras cosas, y por lo menos aportar un poquito a la reflexión, hacer visibles ciertas cosas que están ahí y que nos afectan.
¿Qué siente al pensar minería?
Uno siente mucha frustración porque no se puede hacer mayor cosa.
¿Por qué coleccionar obras de arte con este tipo de contenido?
Porque también puede ser estético. Uno es artista y puede tener un discurso que inevitablemente termina siendo estético. Y aparte de eso, la gente vuelve estética cualquier cosa… sobre todo en el mundo del arte. Cualquier cosa puede volverse decorativa. Tú como artista trabajas un proyecto, te lo imaginas, y cuando esa obra sale y empieza a circular, eso ya no puedes controlarlo.
¿Qué sigue en su proceso creativo?
En el próximo proyecto escribiré en polvo de carbón el primer verso de La Ilíada, que nos habla de la ira: Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó
infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de
héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de
Zeus— desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino
Aquiles. Es una instalación con este verso y polvo en el piso, y en la sala contigua, un escritorio gerencial todo tallado en carbón.