Julio 7 a Agosto 18 de 2012

Paisajes bogotanos, un proyecto de Luis Lizardo

Curaduría: Sandra Pinardi

Las obras de Luis Lizardo han indagado constantemente acerca de la elocuencia silenciosa de los materiales, ese decir mudo que para Benjamin es el origen de la fuerza expresiva propia de las cosas gracias a que estas se afirman existencialmente, se instalan como presencias irrecusables y hacen del mundo una morada. Una elocuencia silenciosa en virtud de la cual la materia —soportes y elementos— excede sus usos y destinos, y se instalan como lugares de exploración en los que las texturas y caídas, la incidencia de la luz, las fracturas y dobleces se transforman en figuras de una narración visual ilimitada, sin término. En estos Dibujos bogotanos es el plástico, con su sorprendente “opacidad brillante”, su ausencia de trama y urdimbre, su artificialidad cromática y su viscosidad, el material que se convierte en imagen, que se rebasa y desborda convirtiendo la opacidad en momento diáfano —traslúcido—, la ausencia de trama en retícula —diseño serial—, la artificialidad cromática en transparencia y la viscosidad en fragilidad e inmaterialidad. Por ello, estos Dibujos bogotanos son paradójicos, en ellos el plástico (utilizado para transportar objetos, para cubrir y ocultar) desdice de su condición suplementaria y se hace sujeto de un discurrir, de un despliegue, en el que la potencia y el enigma de su consistencia material se afirman justamente porque se desfigura, porque se dona como apertura, porque se dilata entre recortes y vacíos, porque se hace retícula irregular. Son paradójicos, igualmente, en la medida en que más que presencias son instrucciones potenciales, dispositivos, de una imagen posible que se consolida únicamente al apropiarse del lugar en el que se ubica, al incorporarlo a su trama, a sus vacíos, al hacerlo parte de su tejido.

Los Dibujos bogotanos son una suerte de dibujos invertidos, en los que la imagen y sus figuras acontecen por sustracción, a través de cortes y ausencias, a partir de quiebres, dando lugar a unas estructuras dilatadas y desmoronadas, sutiles y quebradizas, con las que Luis Lizardo construye unas imágenes limítrofes, tensas, instaladas en el borde mismo de su pérdida, de su desaparición. Estos dibujos fronterizos ocurren, acontecen, para hacer patente que están allí como potencias de una comunicabilidad pura, indefinida, que como un decir mudo, secreto y silente, se dona al cuerpo y su mirada, al conjuro de un cuerpo sintiente que las recorre y recupera más allá de toda palabra, antes y después de cualquier proposición, en el acontecer de un encuentro.

Sandra Pinardi

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Por Sandra Pinardi

Luis Lizardo es un artista —un hacedor— de la mirada. 

Recorre la vida y el mundo con la penetración y la agudeza de quien es capaz de develar tanto sus enigmas como la belleza que en ellos se recoge o se oculta, razón por la cual encuentra siempre un botín entre sus calles, sus cosas, sus textos y sus personas: alguna rama, una tonalidad en el cielo, un envoltorio de colores brillantes, un tejido de palabras que lo seduce, una historia desconocida y encantadora, un rostro luminoso, una figura delgada y sutil. Este arsenal de instantes detenidos y rescatados compone el material de su trabajo, de su investigación, no tanto por lo que cada uno de ellos representa sino por el “alma” o la “poesía” que ponen al descubierto: ese darse de la existencia en modos esenciales, en pequeñas ocasiones y situaciones, en el tránsito cotidiano, como encuentros fortuitos e imprevisibles. Pero tiene también otro botín, el de las texturas y los materiales, el de las potencias —las posibilidades— que se esconden en las distintas sustancias de las que está construido el mundo, en esas materias que nos rodean continuamente y que pueden ser, por igual, naturales o artificiales, nobles o humildes, extrañas u ordinarias. En esas materias diversas se fijan los encuentros de su deambular observador, y en sus manos se convierten en frágiles y densos epitelios capaces de señalar y dar cuerpo a los secretos advertidos en las calles, las cosas, los textos y las personas.

Con esta mirada ejercitada en atesorar el mundo en sus instantes más delicados y escurridizos, Luis Lizardo comenzó su vida artística siendo pintor, y la pintura ha sido desde siempre el horizonte y el destino de todo su trabajo, como tal, ha sido también el espacio privilegiado en el que se han desarrollado sus búsquedas y sus luchas. Una pintura a la que, como un enamorado, se somete, pero a la que también con igual vehemencia se resiste, porque su relación apasionada con la pintura y con el pintar ha estado constantemente signada tanto por la afinidad como por la extrañeza, por la comprensión y el exilio. La pintura para Lizardo es, en este sentido, el horizonte que delimita su tarea y constituye un ámbito circunscrito al interior del cual elabora sus diversas indagaciones: sean en papel o fotografía, en plástico o hilos, sean hechas con pinceles, cámaras Polaroid o tijeras, sus obras están constantemente enlazadas con la pintura, con los modos particulares en que esta se hace presente, con sus secretos. 

Desde su apasionamiento por la pintura, Lizardo inició sus estudios, primero en Caracas, en la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, y más tarde en Londres, en Saint Martins College of Art. En estos años de aprendizaje, Lizardo no solo se entregó a la comprensión y el dominio de un hacer técnico, a entenderse con las técnicas y sus riquezas, sino que se adentró sin contemplaciones a examinar y sondear las diferentes texturas y contexturas que forman la existencia. Fueron, entonces, años de relaciones y apariciones, de hallazgos e invenciones, en los que adiestró tanto la mano como la vista y la observación, tanto el pensar como la disposición a ser conmovido y asombrado. Por ello, desde esos años y hasta ahora, la posibilidad de entrever algo más allá de lo visible ha sido el impulso mismo de su vida de hacedor. Pintaba mucho, obsesivamente, pero también dibujaba y hacía collages, abriéndose siempre a descubrir nuevas formas en las que poder expresar esa urdimbre, esa trama múltiple, en que se le presentaban la vida y el mundo. En Caracas se hizo dueño de la fiera luminosidad del trópico y sus planos de colores yuxtapuestos; en Londres, por el contrario, conoció de neblinas tenues y vaporosas, de una luz filtrada que dificulta la visión y la hace laboriosa. En el año 1993 trabajó en París, en la Cité Internationale des Arts, en la que ejercitó la mirada incesantemente, y logró hacerse del pulso, de la firmeza, de esa ciudad excesivamente bella y majestuosa, para él en su imponencia un lugar de alguna manera inhóspito. Sus años en Europa, y después sus diversos viajes, han sido retenidos como afectos y cercanías, y se expresan desde entonces en amistades entrañables y memorias capaces de retener el paso del tiempo. 

La enseñanza es su apostolado, por ello, esa misma observación aguda, esa misma dedicación y profundización en la compleja realidad de la que todos participamos, que es lo que caracteriza su modo personal de atender y entender las cosas, es la que les enseñó, durante más de 27 años, a sus alumnos, tanto en la Escuela de Artes Plásticas Rafael Monasterios, en el Instituto Federico Brandt, como en el Instituto Universitario de Artes Plásticas Armando Reverón. A esos alumnos los educó en lo que él practicaba y sabía, los adiestró a investigar sin descanso y les donó el valor del trabajo dedicado y constante, la necesidad de seguir siempre en el ejercicio, en la pesquisa y el escudriñamiento, y la exigencia para consigo mismo; les enseñó, en definitiva, que en el hacer siempre hay un “más allá” y un “otro”, que es requisito ineludible rastrear, que nada se ha cumplido plenamente y que siempre hay un lugar esperando. 

A lo largo de su vida artística y rastreando los incontables modos de composición de la mirada, esa que persigue y elabora sin descanso, Luis Lizardo se encontró un día con la fotografía en su forma más inmediata y elemental, se encontró con la Polaroid. Desde siempre, como espectador, la fotografía constituía una de las formas de expresión plástica que parecía seducirlo con mayor fuerza, seguramente porque es un medio de expresión en el que luz y mundo se convierten en instrumentos, dejan de ser representación para hacerse herramientas. Su encuentro con la Polaroid le permitió pintar fotografiando, apropiarse de la laboriosidad de la mirada, esa que lo encara en Londres y en la montaña en la que ha vivido desde su infancia, esa que constituye una de sus memorias más recurrentes y atesoradas. En efecto, intermitentemente a lo largo de los últimos años, se ha dedicado a realizar, con cámaras Polaroid de diverso formato, unas fotografías epiteliales en las que lo fotografiado (figuras, lugares, imágenes de revistas) se presenta difuso, arropado y difuminado por una suerte de membrana de luz, que a la vez lo presenta y lo hace inaccesible. Estas fotografías son el modo silente de su pintura, aquel donde el paisaje aparece por sí y en sí en la magia de una imagen que se va revelando sin entregarse nunca. 

A contrapunto con la pintura y acompañando la fotografía, Lizardo ha indagado también en los terreños del entramado, del tejido y las urdimbres, esas alegorías materiales en las que los ámbitos de las relaciones y conexiones se concretan, logrando instituir espacios en el interior de los planos y planos en las formas tridimensionales. Esta indagación ha tenido distintas concreciones: cajas y envoltorios recortados que se convierten en dibujos tridimensionales o complejas esculturas aéreas, mallas y estructuras irregulares que se elaboran a partir de hilos, nailon y elementos de color y que constituyen unas densas floraciones de materiales y vacíos, tapices hechos de velos con frágiles incrustaciones de papel. 

En los últimos años, después de una “vuelta a la pintura”, este hacedor de la mirada ha incursionado en el modo mismo del mirar, es decir, en la “ceguera”, la “deconstrucción”, la “desnudez” y la “sustracción” que hacen del ver un instrumento de excavación, de penetración, de sondeo tanto de lo que nos rodea como de lo que somos, del tiempo y sus heridas, de los contextos y sus definiciones. La mirada no se da, entonces, en las figuras o las formas, sino en el proceso de velarlas, de cubrirlas, de interponer brumas y distancias, y se realiza como ejercicio, como dificultad, como asomo, asombro y tenues captaciones. Así ha envuelto con gruesas hojas de pergamino revistas e imágenes sueltas, ha encubierto cuadros coloridos con discontinuos planos de pintura blanca, ha realizado mínimos collages que devienen por igual cielos o caligrafías, ha encapsulado en láminas de acetato diversos materiales, distintos soportes, ha dibujado con plástico, con cloro. 

En definitiva, podemos con certeza decir que el hacedor de la mirada la posee como momento reflexivo: desde lo esencial, como un modo de aviar las imágenes hasta convertirlas en un lugar para el acontecimiento, para el advenimiento de una belleza que se recoge, que se ampara, que se retira.

Dibujos para Bogotá

Esta es una entrevista imaginaria, hecha de muchos encuentros y años de acompañamientos, de muchos momentos compartidos, es un diálogo extendido en el tiempo desde el que intentamos comprender, en general, cómo acontece la obra de Luis Lizardo y cómo, en particular, se produjo el proyecto Dibujos bogotanos, presentado en la NC-arte de Bogotá. 

Para iniciar, una afirmación: los Dibujos bogotanos son dibujos de sustracción, en los que las figuras aparecen —o se revelan— desde las entrañas mismas del material a partir de trozos que le son eliminados, en los que gracias a cortes, incisiones y mutilaciones, los planos de plástico, negros o de colores, se convierten en mallas y tapices, en “tejidos” de estructuras lineales dilatadas y desmoronadas, flexibles y escurridizas, que se van apropiando de los espacios, de los muros y paredes, hasta convertirlos a ellos mismos en dibujos, transfigurarlos en volúmenes y formas. Los Dibujos bogotanos son, en este sentido, paradójicos y residuales, y en su condición de resto logran hacer patente lo que todo dibujo es en esencia: la transformación de una cosa o de un lugar, de un suceso o una persona, en mirada y exploración.

Luis Lizardo nos diría: “En estos ejercicios dibujar ha sido un modo de ir despojando, de limpiar, los materiales se van reduciendo hasta que casi desaparecen, ha sido también una manera de ir privando a las imágenes y las formas de sus excesos, de todo aquello que les sobra y que, en esa misma medida, las oculta, en definitiva, han sido un ejercicio que desea dejar aparecer lo esencial…” En efecto, estos Dibujos bogotanos son, como apuntaría el artista, “un desdibujo del dibujo”, obras que se traman de vacíos y vestigios, formas siempre imprevisibles y azarosas que se hacen desde líneas que se doblan o se contraen, desde cavidades que se disipan y se deslizan, obras que huyen sin inicio ni término predeterminado. “Desdibujos de dibujos” justamente porque no son la representación de un diseño pensado o imaginado, sino que están hechos para que sea el material mismo —el simple plástico— el que devele sus potencialidades y su fuerza. 

Este proyecto es para una ciudad: Bogotá, y nace de recorrer y habitar sus espacios, de las sensaciones y vistas reveladoras que la ciudad le entregó al artista, desde las que construyó su percepción y su paisaje. El detonante fue un momento cotidiano en el que Luis Lizardo entrevió, en un gran plástico empolvado que cubría la remodelación de un restaurante en el que almorzaba, un pequeño cuadrado —un hueco— por el que se colaba la luz y un mínimo fragmento indeterminado de aquello que el plástico pretendía ocultar. Allí, en esa pequeña y circunstancial entrada de luz, “descubrí que ese sería el material de mi próximo trabajo”, porque ese boquete luminoso le hizo evidente que “el plástico es un material sensual, orgánico y que, a pesar de que su primera impronta es muy industrial, muy fuerte y opaca, su forma de estar en el espacio es dócil, flexible, rica en sinuosidades y caídas, el plástico arropa y empaca, y sus cortes o quiebres anuncian siempre formas misteriosas”. El plástico se convirtió en “papel” y también en “tinta”, en el soporte y el tinte de unos dibujos que no se diseñan sino que se revelan, en los que las formas nunca están predeterminadas sino que, por el contrario, son el testimonio de un proceso de eliminación, de una observación manual, de una mano que se constituye en mirada y que hace presente el “alma” de lo visible. 

A partir de ese descubrimiento, Lizardo comenzó la recolección y persecución del plástico en las diversas formas en que los tránsitos cotidianos las entregaban. Se aprovisionó entonces de bolsas de diversos tamaños y colores. Empezó también su indagación plástica y formal: “Con unas pequeñas tijeras empecé a hacerles orificios a los distintos plásticos para construir imágenes y para evaluar la flexibilidad del material, para saber hasta dónde podía llegar en ese proceso de eliminación. En el taller trabajé las bolsas negras sin saber exactamente qué forma estaba cortando, y a medida que iba deshaciendo las bolsas aparecían estas estructuras asombrosas que semejan unas ‘tintas’ —unas acuarelas japonesas— en las que las líneas se dilatan y se desmoronan. El plástico me mostró su potencialidad: los cortes que se hacen son menos geométricos que en otros materiales, por ello con el plástico tengo la posibilidad de diversificar más la línea. Una superficie de dos por dos la podía volver casi una telaraña”. Con las bolsas de colores el trabajo fue más reticular; sin embargo, la flexibilidad del plástico se impuso y el resultado es una suerte de formas geométricas —cuadros— que se deshacen, “en los que se conjugan y también se interponen el color y las veladuras, planos ahuecados gracias a lo cual se pierde la frontera y la diferencia entre frente y dorso, entre fondo y figura, entre la rigidez del contorno de la bolsa y la indefinición de los cortes”.  

El trabajo de taller estuvo, en ese sentido, comandado por la riqueza con que el material —el plástico— se iba delatando y exponiendo. Lizardo nos diría, como nos ha dicho muchas veces: “En mi caso hay una fascinación, una obsesión tal vez, por los materiales, por el mundo que puede encerrar un material. Mi trabajo se inicia en los materiales, que se me presentan siempre como lugares fascinantes. Por ello, los reconozco y los trabajo por sus texturas y por sus caídas, por el modo como me permiten descubrir imágenes inadvertidas y ocultas. En el caso del plástico, empecé a ver que este material podía darle a la línea mucha flexibilidad, podía convertirse en dispersión, en diseminación. En los últimos años mi trabajo se ha hecho desde una especie de negación: quito, suprimo, limpio, cubro las formas que pinto, porque lo que intento, lo que busco, es que los materiales —cualesquiera que estos sean— sean elocuentes, hablen y se expresen, a partir de su propio enigma, del misterio que indudablemente poseen, que es además lo que me atrapa”. 

El trabajo de Luis Lizardo se mueve en sectores limítrofes, allí donde los materiales pierden su silencio, su mudez, y aparecen a la mirada como una realidad inédita, irreconocible, que nos habla más allá de toda palabra, antes y después de cualquier concepto, que hablan por sí solos. Cada material usado, cada técnica, se ofrece como un acertijo a descifrar, no solo para el espectador, sino especialmente para él mismo, quien se sorprende al comprender que es “el material el que va dictando la obra, y que es él también el que decide cuándo ya no se puede ir más por ese camino, por esa búsqueda”, por ello, investiga constantemente en diversos soportes, pinta y dibuja por igual con pinceles, lápices, tijeras, porque el problema final es dar a los materiales contextura de mirada, de luz. Lizardo afirma que “ver y mirar no es un acto gratuito, es un don, y uno ni siquiera se da cuenta, por eso hay que estar muy atento a lo que nos rodea, a lo que uno se encuentra, porque la vida puede sorprendernos en fracciones de segundo y uno no puede dejar que esos instantes se escapen, son como un relámpago del alma y hay que estar pendiente cuando suceden. Hay un momento de cinco segundos en las tardes en las que parece que la luz se detuviera por fracciones de segundo, y, si uno no lo ve, qué caso tiene que los días pasen”. Esa sorpresa, ese relámpago del alma es aquello en lo que busca convertir los materiales de los que se adueña, en este sentido, el plástico ha sido naturaleza, sinuosidad, quiebre.

Para NC-arte, Lizardo concibió un proyecto expositivo que diera cuenta de los diversos modos de expresión de ese material fascinante que le había brindado el recorrido por Bogotá. Al encontrarse con el espacio de NC-arte, Luis Lizardo quedó asombrado por las monumentales dimensiones de sus muros y la apertura inmensa de su atrio de entrada, la primera impresión fue la de encontrarse en un lugar difícil, un poco inexpresivo. Sin embargo, esa dificultad del espacio, su neutralidad monumental le evidenció, le hizo patente también que ese era un lugar dispuesto a recibir, un emplazamiento que, en su indiferencia, estaba dado para acoger. Por ello, Lizardo decidió preparar un proyecto expositivo que no compitiera con la grandiosidad y austeridad de ese espacio, sino que más bien pudiera convertir esa “caja de cemento” en un dibujo, en un devenir de figuras, y transformarlo en una suerte de habitáculo, lleno de tapices y textiles, de mallas que caen, de diversas señales cromáticas. 

El proyecto de los Dibujos bogotanos está conformado por piezas realizadas en plásticos de diversos tipos. Pequeñas bolsas de colores cortadas que se ubican como acentos e intervalos en la homogeneidad del espacio-soporte y que le brinda dinamismo a la mirada. Tapices negros y mallas flexibles que, ubicados a lo largo del espacio, se apropian de las paredes y construyen con ellas unas retículas irregulares que se expanden y se propagan entre cortes y vacíos. Obras encapsuladas en acetatos transparentes que semejan acuarelas japonesas de movimiento ilimitado y que, como dice Luis, constituyen modos de la sorpresa: “Las bolsas antes de entrar a los rodillos de calor eran absolutamente amorfas y yo no tenía sino una leve idea de lo que iba a pasar. Pensaba, por ejemplo, que si hacía un corte en algún lugar probablemente saldría después de pasar por los rodillos de calor de una determinada manera. El resultado fue siempre, en sí mismo, una sorpresa, a pesar de que hay un cierto oficio de la mirada que guía, que supone. El primer sorprendido de lo que salía al otro lado era yo”. Como corolario, en la parte superior del espacio, mostró unos dibujos sobre vidrio, la contraparte material e imaginaria del plástico, leves trazos de transparencias que dialogan con las líneas flexibles y densas.

 En el espacio de NC-arte, el centro focal de muestra lo constituyó una instalación diseñada in situ, consistente en una multiplicidad de piezas autónomas, individuales, conectadas entre sí, gracias a las que un inmenso muro se transfiguró en papel y tinta. Luis Lizardo nos dice: “Traía conmigo cientos de piezas cortadas finamente, en las que las líneas eran lo más delgadas posible. Para realizar la instalación tuve que concentrarme en los cortes de esas cientos de piezas individuales que eran los que determinaban, definían, qué formas se iban componiendo”. El resultado fue una “imagen” tan monumental como el espacio que la contenía en la que infinidad de trozos de plástico negro se relacionaban entre sí desde y en las determinaciones que el espacio mismo les proponía o les exigía. El proyecto expositivo Dibujos bogotanos se convirtió, entonces, en un inmenso y discontinuo tapiz, gracias a que la unidad es dada por el encuentro de distintas piezas independientes que se traman entre sí, tanto en sus tensiones como en sus continuidades, tanto en sus distancias como en sus vecindades. Luis Lizardo nos dice: “…es un gran dibujo en el espacio que, al igual que el plástico que cubría la construcción en el restaurante, se construye en el azar de una mirada atenta, en la sorpresa de ver lo que se oculta, lo que aparece recubierto. Un gran dibujo a ciegas, desde el hacer y la mano”. 

Los Dibujos bogotanos exhibidos en NC-arte hacen evidente cómo el trabajo artístico está directamente relacionado con la posibilidad de transformación de los materiales, así como con su devenir imagen o revelación de mundos ocultos a la mirada cotidiana. En este caso es el plástico, con su sorprendente “opacidad brillante”, su ausencia de trama y urdimbre, su artificialidad cromática y su viscosidad, el material que se transforma convirtiendo su opacidad en apertura y luminosidad, su ausencia de trama en retícula y estructura, su artificialidad cromática en transparencia, y su viscosidad en fragilidad e inmaterialidad. En los Dibujos bogotanos la potencia y el enigma de la consistencia material del plástico se concreta y se apropia del lugar en el que se ubica, al incorporarlo a su trama, a sus vacíos, al hacerlo parte de su tejido.