Febrero 17 a abril 14 de 2018

Falto de palabra, Luis Camnitzer & Colectivo MASKI

Curaduría Claudia Segura

Alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino decir su propia palabra.

Paulo Freire, La pedagogía del oprimido, 1968.

La exposición doble de Luis Camnitzer y el Colectivo Maski toma como punto de partida la oposición de las ideas condensadas en las expresiones “adoctrina­miento” y “futuros posibles”. El adoctrinamiento se entiende aquí como lo que limita, dictamina, cons­triñe y obliga a soportar, con abnegación, circunstan­cias que nos son impuestas por agentes externos.

La expresión “falto de palabra” tiene dos lecturas posibles: la que se refiere al instante de quedarse sin léxico o no saber cómo nombrar algo, y la que, de forma burlona, se esconde en un doble significado referido a no mantener una promesa. Cada artista representa una de estas dos lecturas, analizadas a través de los proyectos que presentan en la muestra.

El Colectivo Maski, de Bogotá, centra su inves­tigación en las problemáticas generadas por la arquitectura, el urbanismo y las condiciones socioeconómicas derivadas de ellos. Sus pesquisas sobre la historia del país se muestran a través de estas representaciones que revelan los ires y venires de políticas inestables. Para la exposición, Maski presenta una estructura transitable de gran escala, constituida por los reconocibles tubos amarillos de los autobuses de Transmilenio, familiares en el imaginario colectivo bogotano. De esta manera se cuestiona el comportamiento del cuerpo en el uso de los transportes, la estandarización y el estado del funcionamiento general del sistema más utilizado en la capital, hoy en día alejado de la utopía moderna prometida en su nacimiento. En la página web del Sistema Integrado de Transporte Público, se afirma lo siguiente:

Los beneficios del sistema de transporte para la ciudad y sus habitantes son innegables: hay menos contaminación y más seguridad; se mejoraron notablemente sectores de la ciudad que esta­ban muy deteriorados; la accidentalidad dismi­nuye, se reducen los tiempos de viajes y se mejora la calidad de vida de todos los ciudadanos.

De los años 60 a los 90, Bogotá contaba con un transporte público caótico que estaba en manos de empresas privadas que trabajaban de forma independiente y con rutas al azar. Debido al creci­miento de la ciudad y a una necesidad de generar un plan de desarrollo estatal, en 1998 se determina la construcción de una infraestructura hecha a par­tir de corredores troncales especializados, dotados de carriles de uso único, estaciones y puentes de acceso peatonal. Las promesas de un transporte público rápido, ágil y seguro, nunca se cumplieron del todo. La organización Bogotá Cómo Vamos recoge en su encuesta de percepción ciudadana del 2016 que el 62% de los usuarios expresaron que sus trayectos habituales duraron más tiempo. Afirmaron que Transmilenio es su principal medio de transporte, pero que está lejos de ser idóneo. Del mismo modo, el informe de la INRIX (compañía especializada en el análisis de servicios de trans­porte) del año pasado, considera el tráfico de Bogotá como el quinto peor del mundo.

Con esta intervención, Maski sitúa el punto de mira en una problemática visible y explícita que, sin embargo, pasa por ser aceptada por la mayoría de los ciudadanos que, al parecer, se han dado por ven­cidos ante una disputa que no propone soluciones. Lo mismo ocurre con los innumerables edificios torci­dos que existen en la ciudad. Capturados a través de unas fotografías monocromáticas (cianotipos), que simulan las heliografías, estos inmuebles torcidos de Bogotá son un peligro para quienes los habitan. Varios medios de comunicación han hablado de este fenómeno, renombrándolos incluso como “Las Torres de Pisa” bogotanas.

Igual que nuestra sociedad se adapta a un trans­porte que no responde a las necesidades de los ciudadanos ni a los estándares de funcionalidad básicos, así como las personas se resignan a vivir en lugares deteriorados y peligrosos, también se aceptan los nombres de las cosas sin cuestionarlos. Una bandera negra cuelga en medio de las colum­nas del espacio, se pueden ver letras sin sentido. Son siglas de instituciones colombianas que, en su economía de medios, finalmente acaban por borrar el nombre real de la función que desempeñan.

En los últimos años, la práctica de Luis Camnitzer se ha enfocado, sobre todo, en repensar el rol del arte y de la educación, y en el modo en que las dos implican inevitablemente posicionamientos éticos y políticos. El reconocimiento de la no neutralidad en los procesos de enseñanza y del adoctrinamiento resultante de sus fórmulas predeterminadas, que tie­nen como objetivo primordial el entrenamiento para ejercer tareas concretas, en vez de estimular el pen­samiento crítico, el cuestionamiento y la curiosidad, se asume como punto de partida fundamental para intentar revertir esa misma tendencia. Esa presuposi­ción infunde igualmente a sus agentes una carga de responsabilidad acrecida.

“La educación que no es creativa es mala educación y la creación que no es educativa es mala creación. Y la meta última de todo esto es lograr el empodera­miento total del recipiente de lo que hago, de lo que pienso y represento”, nos dice Camnitzer.

Para la presente muestra, el artista reflexiona más específicamente sobre la “violencia” del acto de nom­brar. En otras palabras, analiza el modo como asumi­mos nuestros propios nombres y los de la mayoría de los objetos que nos rodean. A través de un audio en el que recita una narración propia, plantea las proble­máticas del nombramiento e invita al público a dejar sus historias, que serán, a su vez, escuchadas.

A esta instalación sonora se suma un dispositivo en el que los visitantes pueden re-nombrar objetos. Se propone romper con los conocimientos e impo­siciones previos y adentrarse en el campo de la imaginación del que somos progresivamente alejados después de nuestra infancia. La imaginación nos per­mite la libertad de generar entendimientos particula­res y valiosos, de especular, de concebir el “absurdo”, sin censuras ni fronteras artificiales. De los valores que nos infunden los llamados “establecimientos educativos” se puede afirmar que la imaginación está lejos de ser lo que más pesa. El poeta francés Charles Baudelaire, a su vez, la exaltaba como la “reina de todas las facultades”, a la cual las otras se deberían subordinar.

La propuesta de Luis Camnitzer presenta un mecanismo de mediación que le da la voz activa al público, al que se invita y consulta para com­partir la co-autoría con el artista —afirmando que, a fin de cuentas, el espacio expositivo es para la gente que lo visita y quien debe hacer uso de él—. En esta línea de pensamiento está la frase de la fachada que hace el artista para NC-arte: El museo son ustedes. Nosotros somos la oficina.

Falto de palabra propone un análisis de aparentes métodos de poder en diferentes niveles: el urbano y el educativo, buscando que los visitantes cuestio­nen y se apoderen de estos procesos para resignifi­carlos de acuerdo con sus lógicas individuales.

Claudia Segura y Ana Luz

Luis Camnitzer

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Por Luis Camnitzer

Cuando nací, mis padres me pusieron Ludwig como nombre. Una parte de su justificación era que en esa época estábamos en Alemania. La otra, era que un amigo querido de mi padre tenía ese nombre. Cuando suceden estas cosas, los nombres son como un trasplante de órgano: Uno más o menos sigue siendo la misma persona, pero carga con algo ajeno que, con un poco de suerte, no causa reacciones en la inmunidad del cuerpo y no es rechazado. El nombre se absorbe, y con el tiempo pasa a ser una parte no cuestionada. En mi caso particular, sin embargo, fue cuestionada. Mi madre un día decidió que mi apariencia no era la de un Ludwig, pero más bien la de un Peter. Así un año después, ya en Uruguay, pasé a ser Peter, por lo menos para la familia y algunos amigos, con la variación ocasional de Pedro. En cuanto tuve algo de conciencia investigué eso de Ludwig y también su abreviación en “Lutz”. Así la pasada a Luis fue obvia, y el Luis pasó a ser mi nombre oficial, diría que desde los cinco años en adelante. Claro que mi madre siguió llamándome Peter hasta que en 2012 murió a los 99 años. No sé cuánto daño me ocasionó todo este proceso. Si es que me causó alguno, ya no es remediable. De cualquier manera, esta anotación no es una queja autobiográfica sin importancia. Es, mucho más seriamente, la base para una elucubración sobre el poder y el abuso que se comete cuando se nombra sin dejar espacio para el cuestionamiento.

La ceremonia del bautizo cristiano es muy interesante para el caso. Como procedimiento, el bautizo trata de purificar al niño con gotas de agua o con un baño de inmersión, según lo que acostumbre la secta cristiana correspondiente. Esto asegura que el bebé sea una tabla rasa para que la religión pueda introducirse sin obstáculos en el cuerpo del bautizado. De paso se le da también un nombre, y con él la religión logra apropiarse del niño. En caso que la vida no se desarrolle correctamente, al final hay una absolución que vuelve a limpiar todo. En la tradición judía el nombre es dado para definir el carácter del futuro adulto de acuerdo a las esperanzas de la familia. Para cuando se muera, lo ideal es que se vaya con un “buen nombre”, o sea, que el finado le haga honor a la nomenclatura inicial. Es interesante que la maniobra del bautizo cristiano es lo suficientemente transparente en el consenso popular para que la palabra “bautizar” se utilice como un sinónimo de “nombrar”. La parte de la purificación ya no está. Cuando se bautiza un barco es para darle un nombre, no para purificarlo, sin pensar en religión. Además, se hace rompiendo una botella de champaña contra la proa, en un rito que probablemente fue inventado como una ironía que con el tiempo se fue perdiendo.

Nombrar es la forma más elemental de organizar las cosas, de darles un cierto orden. En su forma más primitiva el nombre es un referente y muy frecuentemente sirve para significar nada más que “esto” es o no es “mío”. Es un truco para poder referirme a detalles del mundo con más eficiencia que la que me permite señalar con el dedo y decir “esto”. En otras palabras, el nombrar no tiene nada de malo e incluso, en el caso de los insultos, puede llegar a tener un cierto valor terapéutico. Pero, salvo el caso de madre, generalmente el nombrar no es algo que se cuestione. Muy raramente uno se preocupa por hacer las preguntas interesantes que se esconden detrás del nombre. Por ejemplo: “Eso se llama ‘perro’”, pero la pregunta de “¿cómo pasó de llamarse perro a ser un perro? “¿por qué es un perro?, o “¿quién decidió llamarlo perro?” Y si no perro, “dog”, o “Hund”, o “cane”, o “chien” entre idiomas indo-europeos, que ni siquiera parecen tener elementos en común a lo largo de los idiomas. Es solamente que alguien tuvo el poder de nombrarlo, no importa si un individuo, o una evolución colectiva filológica, y de imponer el nombre. Lo que importa aquí, es que ese “alguien” no fui yo. Si a mi perro luego de ser perro yo lo llamo Rintintín, lo único que estoy haciendo (aparte de copiar un título de película antigua) es apropiarme de uno de los ejemplares de los perros para significar que éste es mío, y que por eso tengo poder sobre él. Al declararlo mío, en el caso del perro por lo menos, le doy cierta individualidad, una que creemos que el perro entiende y aprecia. 

La referencia a la propiedad se extrema cuando al mismo tiempo de declararla también se anonimiza al nombrado. Es una contradicción porque anónimo quiere decir “sin nombre”. El dueño de las vacas les quema un signo personal suyo en el anca de la vaca anónima. Cuando en 1846 el ejército norteamericano durante su invasión de México lograba agarrar a desertores de su ejército, muchas veces les quemaban una “D” en la mejilla con un hierro candente. Hubo un ejemplo con John Riley, el jefe de los desertores que formaron  el Batallón de Los San Patricios, al cual primero le pusieron la “D” cabeza abajo, y luego una segunda vez para corregir el error. Similarmente, los judíos en los campos de concentración nazis llevaban un número tatuado en el brazo. Los ejemplos son de un “dejar de ser” para convertirse en un “pertenecer”. La frontera entre nomenclatura y clasificación se borronea y ubica a ambas como resultado de ejercicios de poder. 

El poder tiene la característica que algunos lo tienen y otros lo sufren. Si el poder estuviera distribuido equitativamente, nadie lo percibiría. Sería algo tan natural como lo es respirar: una parte de nuestra actividad natural y personal que no invade las actividades de los demás. En el caso de respirar, si lo hacemos en la cara de alguien, deja de ser simplemente una actividad natural y se convierte en un ejercicio de poder bien o muy mal recibido. Cuando es bien recibido lo es porque lo consideramos un acto de afecto, de bondad, o incluso de filantropía. Cuando es mal recibido, es un abuso de poder, una opresión, o un acto de represión. 

El abuso de poder bien ejercido es el que se hace sin que las víctimas se den cuenta del abuso. Para ello se desarrolla el respeto a la autoridad y se logra que ese respeto sea internalizado.  Esta es la base del respeto a las leyes, a los gobiernos, a la policía, a los padres y a los maestros. Es un respeto atribuido gracias a los nombres que tienen, y no un respeto ganado. No es coincidencia que ese respeto a los nombres tenga consecuencias pedagógicas. Todo el sistema pedagógico está armado alrededor de enseñar el nombre de las cosas. Desde que nacemos y empezamos a hablar, la habilidad de hacerlo se basa en “saber” los nombres de lo ya nombrado. Con ello podemos comunicarnos con los adultos, que es, en los niveles más complejos, lo que los adultos quieren. “Qué lindo sería que mi perro me hablara…” Cuantos más nombres acumulamos, más nos acercamos a la deseada categoría de adultos. Y una vez aceptados en ella, se nos entrena para cumplir con ciertas funciones también ya nombradas. Para lograrlo tenemos todo un sistema para adquirir el contenido de las disciplinas académicas, algo también ya nombrado. Al encerrarse en su nombre las disciplinas adquieren rigidez y eliminan la inseguridad y los riesgos, Es por eso que la interdisciplinariedad y, aún más, lo transdisciplinario, son tan difíciles de lograr. Al ubicarse entre las disciplinas, integrarlas, o ir más allá, al principio se escapan de la nomenclatura. Una vez aceptadas, sin embargo, adquieren su nombre: bioquímica, astro-física, lógica matemática, etc. La generación de significados vuelve a frenarse. 

Hace poco más de un año tuve una reacción alérgica cuyo origen todavía no logré identificar. Consistió en hinchazones desagradables de los labios y la lengua y fui a mi médica. Después de inspeccionarme y de hacerme las preguntas de rigor, el diagnóstico fue que estaba sufriendo de una hinchazón idiopática.  Le pregunté qué cosa es eso y, con total honestidad, me contestó que en medicina se utiliza la palabra idiopático para referirse a cosas en donde no tienen idea de cuál puede ser la causa del disturbio.

En todo esto, entonces, hay varios problemas. El primero es que una vez que algo está nombrado es muy difícil de des-nombrarlo. En término políticos esto equivale, si el intento de des-nombramiento es violento, al derrocamiento. En forma más suave, consiste en demostrar la inutilidad u obsolescencia de un nombre. El segundo problema es que si bien aprendemos lo nombrado, nunca aprendemos explícitamente a nombrar las cosas. Es recién durante la investigación pos-grado en la que uno se puede tomar esa libertad, y para entonces estamos relativamente deformados y con el sentido de la libertad olvidado o perdido. 

El consenso general confunde el aprendizaje con la enseñanza, en lugar de pensar que aprender es descubrir y especular. Es esa actitud la que declara que la ignorancia es un campo negativo que hay que borrar a favor de lo conocido y de lo ya nombrado. Es una consecuencia de la estrategia de la conservación del poder. La ignorancia es el campo de lo innombrado, justamente, el lugar en donde gracias al aprendizaje real, se expande el conocimiento en vez de conservarlo. La ignorancia es el continente que todavía no está en el mapa, donde lo único que sabemos con seguridad es que allí vive el arte, uno de los instrumentos fundamentales utilizados para nombrar las cosas, y el único que tiene el permiso para des-nombrarlas una y otra vez.

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Colectivo MASKI

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Por Dominique Rodríguez Dalvard*

Para entrar en el mundo de este colectivo de artistas es indispensable situarse en un lugar y en un tiempo particulares: Bogotá, capital colombiana, en la transición del siglo XX al XXI. Estos tres artistas egresados de la Universidad Nacional de Colombia, que nacieron y crecieron en esta inmensa ciudad y la han visto transformarse al ritmo de una urbanización propia de las inmensas ciudades –que introduce en gran medida como el gran ideal las grandes marcas de la globalización, en centros comerciales, vehículos, estéticas, sistemas de transporte y modelos de desarrollo propios de un capitalismo que funciona aquí y allá arrasando identidades locales–, procuran ser los testigos y los documentadores de lo que algunos hitos de la ciudad alguna vez fueron y, por cuenta de la modernización, se perdieron y seguramente se olvidarán. Son rastreadores de la ciudad, de algunos de sus vestigios arquitectónicos y de los intentos de progreso que pretendieron ser señalados como progreso. Son, también, mordaces observadores de cómo nos dejamos consumir por el consumismo, cómo nos dejamos enjaular hacinados dentro de la lógica de la propiedad horizontal, cómo le rendimos un culto a medias a algunos ídolos que no sabemos quiénes son y cómo, para ser bogotanos, carecemos de símbolos claros de identidad que nos permitan arraigarnos a este territorio, permitiéndonos ir borrando, sistemática y voluntariamente, cualquier signo de un pasado que, aunque ni heroico ni particularmente bello, contenía algo de eso que llamábamos nuestro. Son, entonces, una generación de cambio de siglo, los últimos nostálgicos de una ciudad que se ha ido borrando a sí misma, entregándose a una noción de ciudadanía que dista mucho de ser solidaria. Por eso, usan la memoria como mecanismo de defensa ante la avalancha del olvido. 

Conversamos con ellos sobre los que los mueve a crear.

 

Bogotá 

Camilo Ordoñez (CO)

Para mí la ciudad es como el teatro de operaciones de lo público. Por afirmación del comportamiento de los ciudadanos o por imposición del tipo de relato que ofrece el urbanismo y las inversiones simbólicas de la arquitectura institucional, que también es pública. La imagen de la ciudad y su comprensión está determinada por lo público. Es el escenario donde las ideologías, comportamientos y morales se ponen en común.

Jairo Suárez (JS)

Bogotá ha sido un escenario perfecto para la prueba y el error y nos demuestra la falta de planeación. Esto se ve si uno empieza a mirar en detalle que un proyecto pudo ser un centro o una avenida importantes, pero que hoy está atravesado por una administración que decidió que es peatonal, que por allí va a pasar el Transmilenio o decide que ahí va a haber un río. Siempre he creído que la ciudad es ese reflejo de un pretexto para que ciertas élites políticas y administrativas experimenten en ella. Y esas huellas van quedando. Esas buenas o malas decisiones van quedando y después se superponen otras que hacen que el paisaje cambie completamente.

Juan David Laserna (JDL)

Pienso en la ciudad con la palabra superposición, capas, palimpsesto, estratos, uno sobre otro, históricos, formales, urbanísticos, entramados, mapas que se pegan, pero todos funcionan al unísono. Todos están revelados al mismo tiempo. Pero también es un campo en disputa. Con unos buenos ejemplos de cosmética, otros malos. Pienso que fue muy bueno para la ciudad tener gobiernos de izquierda. Siento que esta ciudad tiene un ímpetu que no tienen otras, que tiene también que ver con el hecho de que en Bogotá, para mal o para bien, el urbanismo y el trazado permiten la movilización popular y ésta tiene un destino y un recorrido que es muy claro y eso ha permitido que, por ejemplo, el centro sea un escenario muy conflictivo y que no sea posible “cosmetizarlo” totalmente. No puede ser turístico del todo. Bogotá tiene unas fuerzas populares que resisten a que eso suceda, es la gente haciéndose ahí, en un campo de disputa de derechos y de espacios y de voces que todavía permiten que eso suceda aunque intenten restringirlo. Siento que es una ciudad que es muy vibrante dentro de sus contradicciones. Es interesante. No es aburrida como otras ciudades. Eso tan complicado la hace viva. Es el lugar del disenso, la gente no está de acuerdo en nada y eso se revela ahí. 


Los noventa

JS

Somos una generación que estuvo en la calle, que la habitó y que recorrió la ciudad, distinto a lo que pasa hoy en día con los adolescentes, que ya no caminan como antes. 

CO

Coincidimos en esos tiempos en los que la ciudad, por la crisis tan tremenda que sufrió entre los 80 y 90, se convirtió en un tema. Arrancaba entre la celebración de los 450 años de Bogotá en 1988 y terminó con la primera alcaldía de Peñalosa (1998-2000) con ese poco de obras que transformaron la superficie de la ciudad. Nos hicimos adolescentes en esos 12 años.

JDL

Y entendimos que estábamos en una especie de transición. Como lo mostramos en el primer trabajo que hicimos, Cinema insostenible (2009), vemos cómo pasamos del modelo de lo público de la arquitectura del ocio y del entretenimiento –con esos grandes teatros que durante décadas tuvo Bogotá, como el Olympia, el Embajador, el Almirante, el San Jorge y tantos más– hacia un espacio totalmente privatizado, el del centro comercial. Para nosotros era importante señalar que la producción de estas nuevas arquitecturas reconfiguraba el comportamiento respecto del tiempo libre del ciudadano; con el cierre de unas y el establecimiento de otras, completamente estandarizadas. Tuvimos la astucia de entender muy bien el síntoma de esos años y poder configurar con esa pregunta un proyecto. 

CO

Eso fue como pasar de análogo a digital. Pero más allá de eso, reflejaba el trauma de ver una situación que tiene su escala global y su escala local, la asimilación del liberalismo como una condición de sin salida de aplicación a escala nacional e internacional en la década de los noventa. 


Descubrir puntos en común

JS

Cuando pienso en los intereses que nos han unido a los tres siempre traigo a la memoria un proyecto de un estudiante de la ASAB que nos invitó individualmente a presentar un proyecto para llenar un espacio que había conseguido para su tesis, el edificio de trenes anexo de la Estación de la Sabana, donde hoy en día está la Escuela Taller y, sin proponérnoslo, cada uno tenía un trabajo que mostraba de alguna manera esa operatividad con la que habríamos de trabajar después juntos: el uso de materiales económicos y un interés por darle una gran escala a nuestras propuestas. Allí coincidieron algunas miradas, los intereses de Camilo por la historia, los de Juan David por la arquitectura y la forma como se interviene y yo tenía una reflexión puntual sobre los trenes y las implicaciones políticas y económicas que significó ese despilfarro del tren como ícono de desarrollo. Ahí empezó a pasar algo. 

JDL

Y es que detrás de cada cosa que hacemos hay una premisa: entender el espacio de la exposición siempre como un problema y postular las obras siempre considerando la morfología y la escala de las salas.  

JS 

Esto de trabajar en colectivo siempre me ha hecho preguntarme sobre la operación que tenemos frente a los resultados finales de lo que se presenta, y si eso que hacemos son obras de arte o no. Porque es una cosa consensuada, no hay roles preestablecidos, como quién investiga o quién toma las fotos, lo decidimos todo entre todos. Esa puesta en escena de lo que hacemos está desprovista de una autoría en los cánones tradicionales del artista como genio. 


Un método de trabajo

JDL 

Hay sesiones interminables de lluvias de ideas que van perfilando las cosas. Camilo, obviamente, es más investigador y es quien usualmente trae los referentes bibliográficos y documentales, los cuales alimentan la lluvia de ideas; eso nos lleva a ir a la biblioteca, a revisar fondos e ir a la hemeroteca. 

JS 

Querámoslo o no, siempre estamos remitiéndonos al documento o al archivo como una fuente.

CO

Veámoslo con un ejemplo puntual, el de Cinema insostenible, porque lo replicamos casi de manera sistemática en cada proyecto. Lo definimos en cinco capítulos: 

  1. Valor arquitectónico e hito de urbanismo en la ciudad
  2. El nombre – la denominación del edificio define su personalidad
  3. Diseño de fachada
  4. Diseño interior y mobiliario
  5. Desplazamiento hacia la sala uniforme tipo multiplex – cambio de uso 


Los grandes interrogantes

CO

¿Cuáles son los procesos que permiten que un espectador entre en un estado de abstracción para poder ver una película o una obra de arte como sucede con las gramáticas de la sala de cine y las exposiciones o los museos de arte moderno? Eso de entrar en un estadio de luces blancas, iluminación perfectamente dirigida u oscuridad total para poder ver la película, y que todo lo demás desaparezca. Todos nuestros proyectos, consciente o inconscientemente, tienen eso como pregunta.

JDL

Nos interesa, también, el sentido de la monumentalidad de nuestra ciudad. Por ejemplo, el monumento a Banderas, en el occidente de la ciudad, y al cual hicimos referencia en la exposición Movimiento armónico simple (2015), en el Espacio Odeón, declaraba con mucha honestidad el grado de esplendor con el que los monumentos existen en una ciudad como Bogotá, que no es una ciudad de gran monumentalidad como lo pueden ser Buenos Aires o el DF o La Habana, París, Roma, Londres o Washington, sino que la escala de los monumentos en Colombia es menor, es pequeña y eso relata de una manera muy clara el estancamiento económico, el gran problema de modernización, la gran puja política del siglo XIX, la dificultad de construir una república que pueda citarse en monumentalidades porque las únicas citas posibles son las de la Independencia. Y después de eso, ¿qué es lo que Colombia celebra en su historia? El monumento a Banderas, que es un esfuerzo por la modernización, también se quedó a medio camino, por lo cual para nosotros era un excelente ejemplo del estatuto del monumento en Bogotá y de su real escala en la experiencia de los ciudadanos. 

JS

Que yo también relaciono con una especie de espiral. Como esa misma promesa que uno podía identificar cuando leíamos los discursos de la Conferencia Panamericana de 1948: la creación de una carretera que una todos los países panamericanos, la operación de la Flota Mercante Gran Colombiana, los acuerdos económicos entre las naciones, como una cosa toda inocente que cuando se traslapa a la realidad lo que encuentras son un montón de trabas y de proyectos que nunca se ejecutaron, que nunca superaron el discurso. Y así, por ejemplo, en ese traslado que había de los cines como esencia del espacio público y ese cambio hacia el espacio privado del centro comercial, nos preguntábamos ¿qué se gana?, ¿qué se pierde?

La pérdida estética de la estandarización

JDL

Cuando las cosas empiezan a parecerse, la ciudad se aplana, se pierden capas, se pierden texturas, y, por ello, pierde la posibilidad de ser relato histórico. 

CO

Pierde contenidos. Hay algo ahí y es que algunos de los proyectos del colectivo tienen que ver con esa gramática del espacio de exposición, que va de la sala blanca a la sala de cine, y quizá ese establecimiento de condiciones objetivas para enfrentarse a la obra de arte que está en el museo de la sala blanca o en la sala de cine también se han extendido al plano del espacio público de la ciudad: se empobrece la experiencia estética cuando el sistema de transporte masivo se comporta como una sala de exposiciones cubo blanco o una sala de cine formalmente funcional. 

Y así, empiezan a pensar en proyectos en los cuales poder acentuar su malestar con el momento que les tocó vivir. Luego de haberle dedicado casi cinco años de investigación a los teatros capitalinos para llevar a cabo la exposición Cinema insostenible, al ver desmoronar frente a sus ojos y en tiempo real sus fachadas y memorias, para darle paso a las teorías de la eficiencia y la estandarización, decidieron irse para La Habana. Fueron a su Bienal para nutrirse de ideas y se dieron cuenta que lo que ellos hacían con sus maneras de trabajar –celebrando la austeridad de los medios y de los materiales– era un modus operandi de los artistas cubanos. Había quienes no solo debían resolver las cosas desde la precariedad de los medios por voluntad propia o filosofía pero por necesidad, privilegiando así la idea. Así que cuando el Espacio Odeón los invitó en 2011 para hacer una instalación in situ en su patio, conectaron la naturaleza de ese espacio arquitectónico –el antiguo Teatro Popular de Bogotá, TPB–, con su historia –uno de sus grandes éxitos de taquilla fue la obra I took Panama, sobre la pérdida colombiana del Canal a manos de Teodoro Roosevelt– y construyeron un hemiciclo a partir de sencillos guacales de madera dispuestos a la manera de un antiteatro, y de allí surgía la voz del expresidente estadounidense en una serie de discursos en los cuales hablaba de la importancia del Canal de Panamá. Se leía, además, en el espacio la frase We took, ironizando y recordándonos el título de la emblemática obra de teatro. 

Vemos así cómo se apropian de un espacio urbano siempre recogiendo los rastros de su historia, casi con jocosa melancolía. Poniéndonos a pensar sobre nuestros efectivos mecanismos del olvido. 

Después, volvieron a arremeter con sus inquietudes sobre el desmedido crecimiento de la ciudad en detrimento de las dinámicas tradicionales de poblamiento. En un proyecto para LA Galería de 2013 que denominaron Terreno anhelo quisieron centrar su mirada en la manera como se ha transformado el paisaje de la ciudad por la imparable construcción de proyectos de propiedad horizontal. Visitaron muchas salas de venta intentando entender el proyecto de vida que allí se vendía y descubrieron que muchos de estos conjuntos residenciales depositaban su ideal de bienestar en un artefacto perfectamente suntuario y sinónimo de confort y prestigio: la chimenea. De inmediato se les activó un interés archivado en su memoria sobre las chimeneas que se percibían en los barrios de estilo inglés de Teusaquillo y Quinta Camacho, símbolo de una modernidad de una ciudad que buscaba serlo pero no lo lograba del todo. Así, resolvieron el proyecto construyendo una esculturas que semejaban grandes bloques inmobiliarios –a la manera de los proyectos de vivienda de interés social y de la creciente clase media habitante de los barrios periféricos que estaban multiplicándose por las márgenes de la ciudad–, en ladrillos crudos con un sello impreso que decía terreno anhelo, remedando los variados diseños de las chimeneas modernistas que se veían en algunos barrios de la ciudad, convirtiéndolos en moles donde vivirán decenas y decenas de familias. Atrás, gigantografías con imágenes de esos terrenos vacíos y a la espera de una mayor especulación inmobiliaria con la cual hacer la mayor ganancia posible. Y los acompañaba un video con una serenata que cantaba la nostalgia que rodea el sentido de hogar. 

A esta obra le siguió una nueva exposición en Espacio Odeón, en 2015, Movimiento armónico simple, anteriormente descrito por Laserna, así como su participación en el 44 Salón Nacional de Artistas en 2016 con el proyecto Anuncios – Nominal. En este último, hacen una intervención urbana en el centro de la ciudad de Pereira, rescatando la práctica de los anuncios comerciales de neón –prohibidos por ser considerados contaminación visual así como invasión del espacio público, pero con el uso de una jerga regional, o “slang arriero” como lo denomina Guillermo Vanegas, cocurador de dicho Salón, también camino a desaparecer. Así, se veía en las fachadas de algunos locales que alguna vez fueron la expresión máxima de la modernidad, las palabras brega, trajín, cascajo o ripio, todas, propias de esa región cafetera. Además, los artistas intervinieron el exterior del Edificio Rialto, sede principal del SNA, demarcando ciertos espacios sobre la calle con líneas amarillas y las letras ER (espacio recuperado). Casi imperceptibles, los artistas buscaban señalar la manera cómo se ha resuelto el uso del espacio público en esta ciudad, a través de complejas negociaciones, en donde las autoridades le “compran” el andén a un vendedor ambulante que se lo  ha apropiado ilegalmente por años e incluso décadas y lo “limpian” garantizando que ese espacio ya volverá a ser espacio público. Todo, con el tensionante componente de una realidad social que se impone a las ideas asépticas del urbanismo y que deben lidiar con dinámicas económicas e idiosincráticas que no salen en los proyectos de planeación de las ciudades. “Hablamos sobre la puja por el espacio”, comenta Laserna. 

Colectivo Maski siempre está en la búsqueda de ese elemento que desequilibra las teorías, que desmonta los ideales, que tuerce –o mira con mayor sentido común– los caminos preestablecidos para mostrar las realidades imperfectas que nos rodean. De esta forma, Falto de palabra, engrana de forma coherente sus inquietudes de siempre. 


Sobre el proyecto en NC-Arte, Falto de palabra

 

El concepto

Claudia Segura, curadora

Nos interesa cómo el Colectivo Maski trabaja con la idea de urbanismo, de arquitectura social, la idea de la modernidad o la contemporaneidad vista a través de unos elementos que aparecen en una ciudad o las proyecciones de utopías que algunos elementos que, como el transporte en este caso, condensan. La exposición se llamó Falto de palabra, que juega con ese doble sentido de prometer algo y no necesariamente cumplirlo. Su idea se enmarca en el concepto curatorial de este año, del “adoctrinamiento y futuros posibles”. 

A través de su investigación documental y de campo, vemos cómo la práctica de Colectivo Maski se ha visto atravesada por una reflexión sobre fenómenos arquitectónicos por medio de los cuales la ciudad es entendida como un ente en el que los procesos económicos y las ideologías progresistas han moldeado la experiencia. Maski propone una mirada desde la revisión de monumentos, de espacios públicos dedicados al ocio o el tejido habitacional que define el paisaje y la prosperidad de los ciudadanos. Ya sea al fijarse en las salas de cine abandonadas, los proyectos de vivienda, los emplazamientos conmemorativos o las estructuras de transporte, el trabajo del colectivo opera sobre la base de la memoria como una herramienta para examinar las contingencias propias del presente. 

Vemos, en la sala de la galería, una enorme instalación en la cual se ven tubos amarillos que van de techo a piso, que se conectan entre ellos por una unión plástica gris. Es una suerte de ciudadela, se puede recorrer, es laberinto y camino. Se puede tocar y se toca. Hay diferentes alturas y perspectivas, tan distintas como quien las habita. Para quien vive en Bogotá, es una referencia directa a los tubos de los buses articulados de Transmilenio y el Sistema Integrado de Transporte de la capital. 

En las paredes de la sala, varios cianotipos que recordaban las antiguas copias heliográficas de los planos arquitectónicos, con un detalle sugerente: los grados que se ha movido la estructura de dichos inmuebles, torciéndolos en la ciudad. 

Y para cerrar, una bandera de piso a techo, con innumerables siglas de las instituciones con las que cuenta la ciudad de Bogotá, así como otras entidades del Estado.  


La promesa de Transmilenio (TM) 

JDL

Cuando se hizo la primera línea del TM (2000) me pareció una cosa fantástica. Al principio era una promesa como de superación de una tara, todos pensábamos “finalmente se dio un paso y aquí eventualmente habrá un metro” y este es un primer paso… pero diría que se empezó a sentir distinto cuando la ciudad llevaba 10 o 12 años en construcción, cuando tumbaron la carrera 30 así como muchos barrios y entonces las culatas se empezaron a revelar y la calle 26 era algo como de no acabar… eso ya era otro problema. 

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Juan David siempre ha sido más optimista que nosotros dos. Yo lo viví desde tres perspectivas. La  primera fue muy positiva, hablaba con mi papá de lo suave que eran los buses ¡que no afectaban los riñones! pero, rápidamente, empecé a tener una nostalgia por la pérdida estética de TM, era tremendo ver cómo se perdía la dimensión cultural y creativa del bus alrededor de la silletería, la manera en que cada propietario pintaba los colores de su empresa en la superficie del bus, los letreros, las consolas, los flecos en las iluminaciones, todo se iba perdiendo demasiado rápido en la medida en que el sistema se imponía. Y, por último, mi impresión tenía que ver mucho con los materiales, desde el principio a mí no me gustaron para nada. Recuerdo cuando a la tercera o cuarta vez que entré a una estación de TM tuve una impresión nefasta cuando oía a la gente caminando sobre ese aluminio y muy pronto vi, por primera vez, a una persona cayéndose por ese aluminio y rasgándose las piernas. Inmediatamente entendí que era un sistema diseñado para ser desechable, para garantizar un sistema de producción en torno a las partes, a la maquila en que terminó convirtiéndose. Y lo mismo me pasaba con los puentes peatonales que empezaron a cerrar como cremalleras las calles, que anulaban cualquier posibilidad de inversión estética en el diseño de ese mobiliario urbano. Fue frustrante.

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Sin embargo, también hay que verlo de otra manera. TM también habla de una forma de entender el mapa de la ciudad. Es fácil caer en un rosario de quejas, pero más allá de que sea bueno o malo, bonito o feo, diésel o eléctrico, detrás de TM hay un imaginario del territorio de la ciudad que no existía antes: el de recorrer la ciudad de punta a punta. De ese mapa de las líneas se construye la abstracción del territorio y hay una forma de relacionarse con el paisaje urbano desde esos buses que, para mal o para bien, construyó una relación distinta con el entorno. El tema de la operatividad es otro problema. La instalación que hicimos no es un derrotero para quejarse, es una forma de imaginar este objeto que marca nuestra experiencia en la ciudad y que es definitivo. Este objeto dentro del cual hay estos espacios abstractos contenidos en los que uno tiene un tiempo-no productivo y transita, pueden ser lugares de reflexión e introspección, pero también de lucha del espacio. Y eso ya es parte de nuestra condición ciudadana. Como eso no es tangencial sino que sucede, a diario, hacemos referencia al lugar de una experiencia política también, en el que debería existir solidaridad y en donde el ejercicio fuera con el otro. Por eso la instalación también cita un hemiciclo, un foro, un espacio de intercambio. El imaginario de la movilidad como un espacio de la política, aunque maltrecho.  


Ciudad torcida

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Había una variable que esbozó Claudia como hilo conductor del año, que era “el adoctrinamiento y los futuros posibles” y así empezamos a estudiar la idea del adoctrinamiento y pensábamos ¿qué es incorruptible, que no se deja adoctrinar y no cede?, y empezó a aparecer la línea del horizonte con relación al paisaje, esta línea imaginaria que no existe pero que determina lo correcto, lo nivelado. Empezamos a ver cómo en esta idea de arquitectura, de desarrollo, manifestado en estructuras sólidas y en documentos sobre la representación de esto que es linealmente perfecto y cómo se proyecta, podría encontrarse una fisura, una grieta, porque a pesar de que hay un montón de edificios que han sido concebidos así, empiezan a tambalear y a romper ese paradigma de la arquitectura como esa cosa derecha. 

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Y es que estuvimos coqueteando un tiempo con la idea de las cosas torcidas, de los muebles inestables, de las patas cojas en las sillas, en las mesas, de los adoquines en la calle que se levantan, pensamos muchas veces si la instalación era eso o no, qué pasaría si el suelo del espacio público fuera blando y cuando la gente caminara se hundiera un poco, estábamos echándole cabeza en hacer una instalación así y eso devino en pensar en algún momento en ángulos rectos y en el horizonte, y cómo el agua siempre iba a ser el horizonte, cómo podíamos hacer una instalación en donde el líquido también se torciera… esas son las lluvias de ideas de las que hablaba antes. Todo eso eventualmente devino en un foro, y en unas sillas de TM… pero el asunto del horizonte y lo torcido y lo derecho tenían mucho que ver y estuvimos hablando mucho de la pedagogía y del urbanismo como un sistema de enseñanza.  

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Y en darle la vuelta al pastel. Si el ejercicio científico de la ingeniería y de la arquitectura es capaz de proyectar una construcción y sus cimientos para que sea posible y sea sustentable y perdurable pero esto se ha torcido en el tiempo, entonces queríamos resolver una planificación de estas estructuras como si el objetivo fuera ese: que el éxito del arquitecto o del ingeniero sea garantizarles a los dueños de los apartamentos que, en efecto, en veinte años eso se va a haber inclinado 15 grados, entonces hacer los planos para ese comportamiento.

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Y entender que el errado posicionamiento de estructuras sobre suelos blandos correspondía mucho también con la investigación de Terreno anhelo donde, evidentemente, había unos intereses de producción de capital a pesar de las condiciones no indicadas de construcción y se movilizaba más un problema de ganancia y enriquecimiento por encima de condiciones técnicas. 


El paso del tiempo

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Me alegró ver que los tubos de la instalación se estaban curvando y eso me recordó cómo los asientos de los buses se gastaban y el sol le iba quitando el rojo a la silletería o cómo el piso se ensuciaba, la ventana se pelaba y el acordeón del centro tiene goteras. Porque el uso de las cosas es ese. Y el uso implica gente, una cicatriz del cuerpo que significa que la obra ha sido habitada, que ha tenido un público que ha entendido que están para hacer algo juntos.

Laberinto-foro-Transmilenio

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A mí señalar tanto lo del bus y lo del transporte era una cosa que no me terminaba de cuajar del todo, me gustaba más la idea de que la instalación pudiera dibujar un foro, o que empezara a tener más cara de andamio, más aspecto de parque. Además, me gustaba la idea de que uno pudiera entrar a estos espacios sacros de las galerías y que el espectador se encontrara con una estructura que no necesariamente es sacra, y en donde la gente se monta. 

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Pero también es cierto que hay materiales que siempre van a tener impresa su identidad, su significante, como los ladrillos, eso siempre va a estar ahí impreso y los tubos tienen eso. Hacen una referencia directa al sistema de transporte. 

Las siglas en la bandera

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Desde el primer día que entramos a NC-Arte tuvimos en cuenta que ese vacío, esa triple altura y esas columnas, eran interesantes. Esa sala tiene esos detalles extraños como el de tener unas columnas que no sostienen nada, pero están hechas para sostener.

En ese sentido, la bandera cumple una labor porque no es del todo descabellado pensar que hay un asunto del nombramiento y la abstracción institucional. Tuvimos una discusión muy grande en si hacer o no la pieza, y qué implicaba tocar o no esas siglas. Nos preguntábamos qué significaba citar instituciones colombianas, qué posición implicaba hacerlo, hasta qué punto eso terminaba siendo un juicio de valor o no. Pero funciona y yo, personalmente, pienso que sí es un buen puente entre ambas cosas y el título de la exposición. Hay un absurdo en la institucionalización del mundo que se expresa en esas siglas y eso es chévere. 

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Era señalar que ese es el lenguaje de la burocracia. 

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Ese lenguaje remite a la larga a parámetros del progreso y la eficiencia en la reducción de los tiempos que conllevan al cumplimiento de un fin, al punto de convertir la misión de un órgano de Estado en una sigla… impronunciable.

 

*Dominique Rodríguez Dalvard es periodista cultural. 

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