Octubre 18 a Febrero 21 de 2014

Rafael Lozano-Hemmer: signos e índices

La exposición consta de cuatro instalaciones que subrayan el carácter a la vez violento y seductor de las tecnologías de detección biométrica. Las cámaras y sensores de la muestra registran y miden la presencia del público —su pulso, sus rasgos faciales, sus huellas dactilares— y convierten esas grabaciones en el contenido mismo de las obras. Se pretende crear plataformas de autorrepresentación y, al tiempo, que el retrato biométrico de cada participante se una a otros, creando así paisajes panorámicos de visualización y sonificación de datos.

Seis fotografías y un video componen el proyecto Basado en hechos reales, realizado en 2004, en el que el artista documenta el apagado de cámaras de vigilancia en espacios públicos emblemáticos de la Ciudad de México. Las imágenes corresponden al último fotograma que cada cámara tomó antes de ser apagada por un voluntario. La distorsión de la imagen en plano corto y gran angular se inspira en la pintura Autorretrato en espejo convexo, de Parmigianino.

En La media noche del año, la imagen del visitante aparece en directo en una pantalla conectada a un sistema de detección de rasgos faciales. Después de unos segundos, un algoritmo matemático hace que salga humo de los ojos de la persona, al mismo tiempo que graba sus ojos y los muestra en la parte inferior de la pantalla, junto a los ojos de otros visitantes que vieron la obra anteriormente. La pieza está inspirada en las representaciones de Santa Lucía en la pintura barroca y toma su nombre del poema de Donne “A nocturnal upon St. Lucy’s Day”.

Almacén de corazonadas consta de un sensor que detecta el ritmo cardiaco del participante. El pulso se escucha y se representa con bombillos incandescentes que se encienden y apagan. Al soltar el sensor, la grabación del participante se desplaza al primer bombillo de la sala y mueve una posición las grabaciones de los 200 participantes más recientes, haciendo que la más antigua desaparezca de la sala. La pieza está inspirada en una escena de la película mexicana Macario, de 1960.

Las huellas dactilares de casi seis mil visitantes se muestran simultáneamente en la obra Índice de corazonadas. Con cada participante que graba sus huellas, todas las anteriores disminuyen en tamaño y se desplazan una posición: las más pequeñas eventualmente desaparecen, como un memento mori. La pieza utiliza la información biométrica por excelencia, la identificación dactilográfica desarrollada y puesta en práctica por primera vez por el policía e inventor argentino Juan Vucetich en 1891.

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Por Andrés García La Rotta

Gracias a la introducción de dispositivos electrónicos y de video por las vanguardias artísticas de los años sesenta, el espectador se convirtió en usuario, activador, materia electrónica y, en algunos casos, en sustento plástico-electrónico de la obra artística. Pasa de la contemplación a la acción, transformándose en extensión, en interfaz de los componentes electrónicos, materia del arte contemporáneo. Se le da la oportunidad de editar y reeditar la obra de arte, como en una evocación del teatro brechtiano, o de las técnicas de escritura de William Burroughs, o de las composiciones concretas de John Cage. Su papel de espectador es ahora protagónico, pues activa la obra y accede, a través de la interacción, a nuevos y diversos dispositivos de saber.

En Latinoamérica, uno de los pioneros de este paradigma interactivo es Rafael Lozano-Hemmer. Y aunque hace parte de una gran tradición de artistas latinoamericanos como Kosice, Clark, Minujín, etcétera, gran parte de su trabajo e investigación se dedica a los procesos plásticos computacionales y al desarrollo de interfaces físicas que oscilan entre lo colosal y la arquitectura-relacional. En ello involucra la revisión y resignificación de sistemas de control y vigilancia, y la intervención a gran escala en el espacio público (palacios, plazas, iglesias) para la creación de algo que él mismo denomina “antimonumentos”. La escenificación del poder en el espacio público con cañones de luz, de lo cual tenemos superlativas referencias en el arquitecto nazi Albert Speer, o en sus ecos manieristas como la inauguración de una discoteca o un centro comercial, se desenmascaran, o ponen en abismo, gracias a la interfaz diseñada para la gente (espectadores), para la activación de la memoria colectiva a partir de la intervención directa y creativa de usuarios. Si ante el monumento de la voluntad nacionalsocialista o del populismo caudillista las relaciones son verticales y lineales, en el antimonumento de Lozano-Hemmer tenemos una especie de horizontalidad rizomática, o la aparición de capacidades no lineales para llegar a los espectadores. El monumento al caudillo, o al triunfo de la voluntad (formas confusas del césar o del papa romano) pretende invadir el espacio y el espíritu humano: quedarse allí para siempre. El antimonumento de Lozano-Hemmer, instalación efímera de usuarios y dispositivos, supera tiempo y espacio: 800.000 participantes en internet. Acto interactivo y relacional de ocupar espacios públicos sin necesidad de narrativas corporativas: antimonumento.

Si en la fantasmagoría renacentista de Giovanni Battista della Porta la ilusión resultaba de la acción directa del quiromántico, en Lozano-Hemmer esta se libera. Ya no es truco controlado sino conciencia cibernética. El lente inoportuno ya no responde a los intereses del partido, o del gran hermano, sino a los caprichos impredecibles del dispositivo. El pensamiento siniestro se desliga de lo humano reconocible. Ahora la vigilancia depende de una decisión electrónica, digital: la detección predatoria adquiere voluntad propia; un ejecutivo poder de decisión. La ilusión teatral de la linterna mágica reconoce a su tataranieto, el dispositivo cinematográfico o de video, en una relación perturbadora: de su pasado al servicio del hombre, le queda su pericia biométrica; conoce de memoria el cuerpo humano. El dispositivo se convierte en inquisidor. Sin embargo, rasgos, geometría, gestos, formas de identificación y control son subvertidos por el arte. En la obra de este artista las estadísticas, los patrones y sistemas de visualización se afilian a la expresión poética y se sublevan a los antiguos amos: irrupciones en los sistemas de control político y cultural.

Andrés García: Rafael, bienvenido a Bogotá, sé que se han hecho muchos intentos por traerte. ¿Cómo se desarrolló esta gestión?

Rafael Lozano-Hemmer: Varias universidades, museos y curadores, entre ellos tú mismo, me invitaron a Colombia en el pasado, pero desgraciadamente no se dieron las circunstancias. En 2007, José Roca encargó una obra mía para su formidable exposición Fantasmagoría en el Banco de la República y esa fue mi primera muestra en Bogotá, aunque tampoco pude viajar en esa ocasión. Así que esta es mi primera visita a Colombia. Vine invitado por NC-arte para hacer una exposición individual, luego de conocer mi trabajo a través de la galería mexicana OMR, que lleva varios años trayendo piezas mías a la feria ArtBo.

En esta exposición traes obras de tu primera época y algunas piezas recientes. ¿Esa selección la hiciste tú? ¿Podrías explicarnos qué criterios tuviste para seleccionar esas piezas?

Estoy intentando ahora diseñar exposiciones que sean más monográficas, más temáticas, que lleven una línea de concepción, y donde distintas instalaciones de medios y épocas diferentes convivan y hablen de un aspecto en común —en este caso, la biometría—. En las instalaciones que trajimos aquí el público es detectado, grabado, clasificado, y donde su participación constituye a la obra de arte en sí. Es decir, esta exposición se nutre de experiencias en donde sin la participación del público la obra no existe. Estamos hablando de detección facial, de sistemas de grabación de huellas dactilares, y de un registro del pulso de los participantes. En todas las piezas estamos buscando la medida del cuerpo humano, y esta vigilancia y rastreo lo estamos convirtiendo en una experiencia más crítica y conectiva.

Yo no lo sabía hasta hace muy poco, pero resulta que la primera utilización de la biometría para identificaciones policiales la hizo el inventor y policía argentino Juan Vucetich al usar las huellas dactilares. Me parece este precedente muy interesante, por un lado tiene la oscuridad de la idea de persecución oficial y central, la idea orwelliana de un control predatorio, que en la sociedad argentina existió y que ahora es un fenómeno ubicuo y mundial. Pero la biometría también tiene otro lado, que a lo mejor es una especie de escape poético, esta idea de la bioindividualidad, la idea de que sí hay ciertos patrones que nos acompañan de por vida, y que son únicos —que somos una expresión singular de nuestros genes—. Esto nos hace preguntarnos sobre quiénes somos y cómo nos relacionamos con otros. Todas las obras de esta exposición tienen como cometido convertir el retrato en paisaje: no queremos retratar a una persona, sino que queremos combinar cientos o miles de retratos en paisajes biométricos. Esa es la idea fundamental de estas piezas, de las pequeñas grabaciones que puedes tomar, por ejemplo, de la huella dactilar. Ver una huella es algo a lo que estamos muy acostumbrados, pero verlas todas en un conjunto de casi diez mil, y hacer un panorama de esta imagen, nos da ciertas pautas para pensar sobre la identificación, sobre el sistema de control, pero también, como no, en la fragilidad de nuestra presencia. Al participar tú estás añadiendo una memoria que también borra una memoria anterior a la tuya, te da una sensación de memento mori; una sensación de que esto es un reciclaje constante de contenido. Es al contrario, por ejemplo, de la obra de Christian Boltanski, en donde él hace unas grabaciones del corazón, almacena los latidos de la gente en la isla Naoshima, en Japón. Es una pieza espectacular, relativamente reciente, pero la idea de Boltanski es hacer una especie de memorial con la acumulación; aquí no, aquí se trata más bien del olvido, del flujo de memorias efímeras.

Para la exposición en Bogotá no pretendo hablar sobre los medios en sí. Creo que es bien importante graduarse, entre comillas, y no ver esto como un arte tecnológico, sino como un arte de la memoria, una continuidad, o como una tradición de cientos de años, de experiencias que los artistas han desarrollado para representar o autorrepresentar.

He visto algunos de tus trabajos, el que trajo José Roca, por ejemplo Coincidencia sostenida, y entiendo lo que dices sobre la tecnología, no es pirotecnia por supuesto, y en ese caso o en tu trabajo Público subtitulado, esa obra donde la gente se tocaba y verbos pasaban de uno a otro, esa idea de la gente tocándose… pero después la obra volvía a prender los proyectores y mostraba el dispositivo interno y tecnológico. Esa idea de mostrar los dispositivos también es como la idea de despojar a la tecnología de toda esa sorpresa mística. Y ahora estaba dándole la vuelta a tu exposición en NC-arte y me encontré el cuarto de control de Almacén de corazonadas, un dispositivo absolutamente increíble. ¿En este caso por qué no mostrarlo? 

Estábamos deseando que la gente pudiera acceder a la sala de control, pero solo después de que vieran la pieza, y no encontramos la forma de que eso sucediera espacialmente. Mostrar los dispositivos y métodos con los que hacemos las piezas es algo bastante común en mi obra; de una forma pretenciosa lo llamo el “momento brechtiano”, porque es el momento en donde toda la simulación, todo el efecto especial, se paraliza y los actores te ven y te dicen “es que esto no es real”. Y estos son momentos de complicidad, de una cierta agenciación pública del efecto especial. En mi obra la idea de efecto especial está muy presente, aunque yo hablo de “causas y efectos especiales”, porque estos efectos no son gratuitos, no están solamente ahí porque los podemos hacer, sino porque detrás de ellos hay, como en el caso de Almacén de corazonadas, una inspiración previa que viene del cine, o de otros lugares o motivos. Pero, al final, la idea de exhibir los métodos tiene que ser secundaria; es muy importante, pero tiene que ser secundaria a primero crear la simulación.

Es de un alto nivel de complejidad reflexionar sobre cuándo aparece la interactividad con medios en el arte (obviamente la mejor interactividad es una buena conversación), pero, cuando el espectador se hace consciente de esta, yo quiero tocar el objeto, o tocar al otro y lo otro, como que hay una habilidad —incluso social— de la obra contemporánea para… algunos dicen que es arte relacional, y que tiene que ver con la interactividad, pienso que en los medios electrónicos aparece con los circuitos cerrados de televisión, que es lo que hace que el espectador por primera vez se vea, pero que a la vez trascienda como materia electrónica. Entonces inmediatamente tenemos los retrasos en el tiempo, que hacen que el espectador se vea, pero en un tiempo solapado a otra realidad, otra realidad basada en la electrónica, donde yo me muevo y ese (otro) Yo que está allá se mueve un segundo después, por lo tanto veo el pasado en el futuro, me veo a mí, en un despliegue de la realidad: tus obras (pienso) subordinan esta aparente realidad temporal. ¿Qué opinas de la realidad desde estas múltiples temporalidades?

Me parece fundamental lo que dices. Yo tuve recientemente una exposición en París que se llamaba Detectores (Trackers) con doce instalaciones que incluían videocámaras en vivo; cada pieza trasformaba las imágenes en tiempo real de diversas formas. Cuando me hablaban en París sobre los “nuevos medios” los interrumpía: antes que Nam June Paik, Dan Graham o Julia Scher comenzaran a utilizar cámaras de video en circuito cerrado en sus instalaciones, la artista Argentina Marta Minujín ya las estaba usando, en su pieza La Menesunda, mezclando al público de la instalación con señales de televisión en vivo. Esto es algo importante por dos motivos: por un lado, por ser mujer latinoamericana, para romper estereotipos, y lo segundo es que ¡hace cuarenta y ocho años de eso! Entonces, estamos hablando de algo que no es precisamente novedoso, sino incluso podríamos hablar de una “tradición” de artistas que han estado trabajando sobre esta idea, sobre la captura, sobre el relay, sobre la telepresencia, sobre el solapado de diversas realidades que pueden coexistir en un mismo espacio y un mismo tiempo. El trabajo de Minujín ya nos alertaba de esta posibilidad, de esta pluralidad de presencias y de tiempos.

En mi obra la cámara es un sensor, es una de las formas con las cuales las obras nos perciben. Tradicionalmente siempre hemos pensado que uno va al museo para inspirarse, a ver la obra, para conectar con lo que quería decir el artista. Ahora resulta que la situación es la inversa: ahora son las obras las que escuchan, miran y sienten al público, y son ellas las que esperan que el público les dé vida y las active de una forma que quizá la obra no esperaba.

Para mí lo fundamental de la interactividad y el solapado de realidades que produce, es la idea de que la pieza está fuera del control del autor. Mis obras, por definición, están fuera de mi control. La capacidad democrática —esto suena horrible— de una obra es precisamente que el artista no tiene un monopolio sobre ella. Con la interactividad lo que buscamos no es la intimidación del momento sublime sino la intimidad de una complicidad: cuando la obra está compuesta por participación del público partes desde una posición de humildad como creador, porque tú no controlas hacia dónde va esa pieza. Ese es el tema que a mí más me interesa.

Ahí es donde está también el detonante poético, ¿no?

El detonante poético, la sorpresa. Desde mi perspectiva y la de muchos de mis colegas, si tú desarrollas una pieza que ya tienes completamente prejuiciada, o sea, que ya tienes completamente el desenlace teleológico diseñado, pues no la hagas; porque lo bonito de trabajar con estos medios experimentales —la palabra experimental es una palabra preciosa— lo que nos indica es que vamos a juntar ciertos elementos, vamos a poner cierta presión, ciertas limitantes, y que el resultado puedes imaginarlo, quizá, pero siempre es una sorpresa; y eso es lo más bonito de ser artista, en mi opinión. El poder lograr que las obras tengan vida propia y que el público las personalice.

¿Cómo ves las obras fotográficas en esta exposición?

Tengo unas piezas fotográficas que documentan una intervención de performance urbano. Pusimos cámaras digitales sobre cámaras de vigilancia existentes en lugares emblemáticos de la ciudad de México: el Ángel de la Independencia, la Universidad Iberoamericana, la plaza Santa Fe, etcétera. Con nuestra cámara podíamos ver y grabar lo que cada cámara de seguridad veía. Y luego el ejercicio fue muy sencillo: invitamos a voluntarios a que se subieran a una escalera y apagaran nuestra cámara digital. Las fotos que estamos mostrando muestran el último fotograma capturado, donde se ve al voluntario acercándose a la cámara, con la mano extendida hacia ella. Como casi todas las cámaras de vigilancia tienen una óptica gran angular, la mano del participante se distorsiona de forma grotesca y bella, que me recuerda a la distorsión que pintó Parmigianino, en su Autorretrato en espejo convexo.

Las fotos muestran lo que sabemos desde hace mucho: que las cámaras no captan sino que crean imágenes. Para resaltar el carácter de dependencia a la acción, mostramos el video también en la exposición, y el video simplemente muestra a los voluntarios subiéndose a la escalera, y apagando las cámaras.

Este video está en una pantalla de siete pulgadas dentro de un housing de una cámara de videovigilancia… ese gesto instalativo me hizo pensar mucho en Orwell. Una vez vi una portada del libro de Orwell, 1984, y la portada era un televisor de los años cincuenta que emitía un ojo. Entonces pensé que era interesante esa relación, pues la idea de Orwell era invertir la condición televisiva… o, en realidad, la idea de Orwell no era invertir, sino señalar que el discurso tradicional de la televisión estaba invertido. Entonces siento que allí hay como una inversión y que también tiene que ver con lo que ahora decías de la contención de la realidad. 

Sin duda. Al final no era algo que Orwell predecía sino que él describía lo que ya había, y que sigue siendo vigente, ahora más que nunca, después de las revelaciones de Snowden. Entre el Homeland Security Act, o los sistemas Echelon y Carnivore de vigilancia, hay un consenso de que la privacidad se acabó.

Hay artistas que admiro por sus estupendas obras de vigilancia, como Julia Scher, Dan Graham, Bruce Nauman, Nam June Paik, etcétera. Sin embargo, todas esas obras tienen que ver con la cámara de circuito cerrado: siempre hay un humano que está mirando detrás. Pero después de la primera guerra del golfo, con las máquinas inteligentes, a las cámaras se les dota de una capacidad de decisión ejecutiva; es decir, ahora resulta que nuestros prejuicios ya están programados por defecto en las cámaras en sí. Sin necesidad de interpretación humana, una cámara en una bomba inteligente ya busca detectar su blanco. O, por ejemplo, las cámaras que tenemos ahora en los aeropuertos, que intentan detectar nuestra raza étnica. O las cámaras que detectan nuestro perfil, y nos comparan con un enorme banco de datos de individuos sospechosos. De esto habla Manuel de Landa en un libro, de 1991, que se llama La guerra en la era de las máquinas inteligentes. Yo me basé mucho en ese libro para entender cómo lo orwelliano se intensifica con ciertos automatismos, ciertos mecanismos, que casi exhiben vida propia a pesar de ser inorgánicos; y que lo más problemático de todo es que representan, precisamente, nuestros miedos más ancestrales. Por definición, la gente en el poder, ya sean corporaciones o políticos, piensan que la solución para un problema como el terrorismo es la utilización de tecnología. Sin embargo, cualquier persona con el más mínimo sentido común sabe que la solución al terrorismo tiene que ver con traducción, con reparación de violencia étnica o histórica o económica, con diálogo, con procesos muy lentos que se tienen que tomar; o sea, poner más cámaras no nos va a hacer más seguros; no eliminan este proceso. Por más drones que tengas, esos drones lo que hacen es alimentar el ciclo de la utilización de la vigilancia automatizada para autosustentarse.

Entonces dices que hay algo siniestro en estas tecnologías… ¿hay un pensamiento siniestro detrás de estas tecnologías?

Hay un pensamiento siniestro, una falta de agenciamiento, una delegación de poder. O sea, llegó ya el momento en que estas maquinarias tienen sus propias decisiones, y esto es total y absolutamente real, no es ciencia ficción. Los artistas, creo, han aceptado el reto de trabajar con este nuevo panorama, y criticarlo al mismo tiempo. Si lo que se quiere es hacer videoconexiones hay que ver lo que hizo el Electronic Café en los años setenta; si quieres trabajar el video como lienzo hay que ver el fantástico trabajo de Peter Campus o los Vasulkas; pero si lo que quieres ahora es pensar más en cómo la imagen informatizada fluye y se autoclasifica, cómo los patrones de control en sí mismos toman esa capacidad ejecutiva, pues hay artistas como Natalie Jeremijenko, por ejemplo, o el Instituto de la Autonomía Aplicada o David Rokeby, que ya hace décadas está haciendo sistemas donde la videocámara está intentando interpretar y nombrar objetos. Entonces somos muchos artistas que intentamos utilizar estas tecnologías, para visualizar procesos de control, o para criticarlos, o para buscar ambigüedades, que es lo que, al final, toda buena obra de arte busca. Son esos momentos de interrupción, de silencio, de complicidad, de descontrol. Hay una tradición ahora muy grande de artistas, e incluso en Latinoamérica también, que están haciendo un gran aporte, en mi opinión.

No hemos hablado de La media noche del año.

Sí, sí. Esta es una pieza que precisamente utiliza un programa de reconocimiento facial muy predatorio: es un sistema australiano muy caro que se utiliza normalmente para distintos tipos de interacción de usuario, pero una de las grandes aplicaciones es en procesos policiacos, militares, etcétera. En esta pieza, el programa detecta dónde están tus ojos, y te los extrae en tiempo real y los pone en la parte inferior derecha de la pantalla. Los ponemos en ese lugar, porque allí es donde, en la tradición de las representaciones de Santa Lucía, ella se saca los ojos y los pone en la bandeja para dárselos al pagano que la desea. La pieza también graba y muestra varios pares de ojos de gente que ha visto la obra recientemente, como pequeñas piedras preciosas que se acumulan en la parte inferior de la imagen. Por último, para reemplazar tus ojos, de las cuencas automáticamente emana humo blanco que va llenando la pantalla. Para hacer el efecto del humo utilizamos unas ecuaciones de dinámicas de fluidos que se llaman Navier Stokes, que describen la forma en que las partículas, el líquido o los gases se distribuyen en un espacio cerrado.

Una de las ideas de este proyecto es hacer un ejercicio de visualización sobre quién es el observador y quién es el observado. La pieza se llama La media noche del año, es una cita de un poema de John Donne sobre la noche más larga del año, que es la noche de Santa Lucía, y es precisamente sobre la pérdida de la visión, metafóricamente hablando. Ya decía Duchamp: que es la observación la que hace la obra.

¿Qué opinas de la obra de William Burroughs?

Burroughs es un santo, o más bien lo opuesto a un santo, pero es una referencia obligada para todos los artistas que precisamente trabajan sobre el control y el descontrol, los que están en la frontera de la violencia y la seducción. Es un escritor tan simbólico que es casi un logotipo a la transgresión.

¿Podrías contarnos sobre alguna obra futura?

Tantas de las obras interactivas tratan sobre el tiempo real, o graban la memoria del pasado, pero justo estoy haciendo una pieza que se llamará Futuro Inmediato. Es nueva, todavía no ha salido. Es una pieza en donde lo que hacemos es predecir en dónde va a estar el público dentro de dos o tres segundos. Lo que hacemos es un análisis estadístico de todos los puntos que configuran tu cuerpo, extraídos por un sensor Kinect, y utilizamos un algoritmo para predecir dónde estará cada punto en el futuro. Si haces un movimiento, y lo haces en un periodo repetitivo, la computadora aprende eso, y extrapola; no solamente extrapola la posición sino también el movimiento en el tiempo. Si el sistema ve que tú estás haciendo un movimiento y de repente dejas de hacerlo, en la imagen sigues haciéndolo hasta que el sistema lo corrige, como una resortera. Es una cauchera que te regresa otra vez a la realidad. Imagínate que te presentas ante la pieza y extiendes tu mano. Entonces la computadora dice “ah, pues bien, la mano va por aquí”, pero la renderiza aquí; o sea, como que la mano se regresa de nuevo al punto donde estaba, porque se equivoca. Y a mí lo que me gusta de esta pieza es que todos los procesos de predicción algorítmicos se equivocan. Y esto es lo más agradable, es como el momento más humano. Porque tienes esta sensación de que siempre habrá la posibilidad de contravención. El algoritmo se llama Filtro Kalman y se utiliza para predecir trayectorias de misiles, o el movimiento de cascos de realidad virtual para saber dónde va a estar la persona en el futuro, pero eso aplicado a cientos de miles de puntos, para predecir dónde va a estar la persona.

Ya para finalizar, una pregunta de cajón, como en la revista Billboard, pero… de las obras que has hecho, ¿cuál es tú favorita?

Te voy a contestar lo que me contestó Jochen Gerz cuando le pregunté lo mismo: la próxima que voy a hacer…

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